DCLM.ES · RELATOS BREVES DURANTE EL CONFINAMIENTO
Todo empezó aquel marzo del 2020. De los siete que un día formamos la familia, por aquel entonces solo quedábamos en la casa mi madre y yo. El resto se había ido poco a poco. Mi padre y mi abuela, para no volver, y mis hermanos, para independizarse.
Nuestra convivencia era anodina. Vivíamos momentos distintos: ella, encerrada en sus recuerdos, y yo lleno de dudas y preso de la inquietud del último año de universidad. Unidos, compartíamos nuestros silencios y una tendencia innata, profunda, de superación. Sin embargo, en aquellos días de confinamiento por la pandemia, nuestro mundo interior también iba a cambiar.
Aquella tarde llevábamos una semana en cuarentena, cuando los aplausos de la calle nos llamaron la atención. Los días anteriores apenas los habíamos oído. Nos miramos y decidimos sumarnos al vecindario.
Cuando salimos al balcón el ruido era ensordecedor, pues además de los aplausos se oían las sirenas de tres coches de la policía municipal, que en ese momento pasaban uno detrás del otro, muy lentamente. Eran las ocho de la tarde, mitad día, mitad noche, y el cielo estaba pintado de color naranja, con ribetes de un rojo intenso y un azul plomizo. Nunca había vivido un momento así. Como dos muñecos a los que acababan de dar cuerda nos pusimos a aplaudir, con la convicción del que lleva mucho tiempo anhelando hacer algo y le permiten hacerlo. La miré medio de refilón, y lloraba. Yo estaba a punto de imitarla.
—Me acuerdo de la guerra —me dijo, conteniendo a duras penas la emoción—. De cuando entraron en Madrid.
Le pasé el brazo por el hombro y la aproximé hasta contactar conmigo, Quería a mi madre, pero no solía prodigar con ella -ni con nadie- muestras de ternura. Como a tantos otros, se me enseñó que esas “tonterías” no eran propias de un hombre. Sin embargo, aquella tarde todo era distinto y me permití saltarme las reglas.
—Bueno... —Le iba a decir algo cuando la atención se me fue para otro lado.
Vivíamos en un cuarto piso, en la calle Cartagena, y la distancia con las casas de enfrente no era muy grande. No tenía costumbre de asomarme al balcón, quizás por eso no la había visto antes. O, quizás, por algún capricho del destino.
Estaba justamente enfrente del mío, en un balcón dos plantas más alto. Junto a un señor mayor, también ella aplaudía con entusiasmo. La miré fijamente. Su melena larga, negra, revoloteaba por su espalda y a veces le tapaba la cara, a merced de un viento celoso de mi osada curiosidad.
—No…, nada. Que no seas exagerada. ¡Qué guerra ni qué niño muerto! —seguí el diálogo con mi madre, aunque mi mente ya no estaba en eso.
Llevaba un vestido rojo, sin mangas, que aunque le llegaba un poco más arriba de las rodillas, a mí, con las hormonas disparadas, me pareció una minifalda. Aprovechando el intercambio de saludos entre los vecinos, yo le dirigí el mío. Ella me lo devolvió con una suave sonrisa, mientras se colocaba discretamente a un lado del balcón, ocultando sus piernas detrás de unas macetas protectoras, que tenían flores rojas, como su vestido. Pero seguimos mirándonos y aplaudiendo, mejor dicho: aplaudiéndonos, hasta que se fueron metiendo todos.
—¿La conoces? —me preguntó mi madre.
—¿A quién? —contesté cínicamente, a lo que ella me respondió con una resignada sonrisa. Así empezó mi historia con Chavela. A partir de esa noche, mi balcón se convirtió en la cofa de mi velero y el suyo en la ansiada tierra a conquistar. A puertas abiertas o través de los visillos, aplaudiendo o suspirando, pasé en aquel balcón muchas horas de nuestro interminable confinamiento.
Una noche, mientras estudiaba el tratamiento de la insuficiencia cardíaca, mi amor platónico empezó a adquirir realidad. Me llamó. Al fín atendió a mi ruego, después de que días antes le mostrase el número de mi móvil, a través del balcón. Su voz, melodiosa, con acento latinoamericano, inequívocamente se ajustaba al tono canela de su piel y a sus ojos grandes y achinados, que yo veía desde el balcón. Y esa noche hablamos y hablamos hasta el amanecer. Nos contamos nuestras vidas y nos faltó tiempo. Luisa era colombiana, había venido a España a estudiar, pero se quedó sin dinero, y tuvo que ponerse a trabajar. Cuidaba a aquel señor, don Felipe, en cuya casa vivía.
A todo esto, mi madre no solo se enteró de nuestro amor “entre balcones”, sino que se convirtió en mi cómplice, y alguna vez me avisaba cuando salía. Al principio sentí un cierto rubor al hablar con ella de cosas que debería mantener en la intimidad, y más, dada mi natural timidez. Pero, a medida que el Gobierno iba alargando el confinamiento, las dos parejas, en un principio desconocidas entre sí, llegamos a formar un grupo nuevo y distinto; lleno de dudas, curiosidades, y, sobre todo, de ilusión; tan necesaria entonces.
Enseguida la tecnología, por medio de la videoconferencia, nos permitió vernos, aunque fuera virtualmente. Y, después, el supermercado, se convirtió en nuestro lugar de encuentro vivo y directo.
—Y ese hombre… ¿es viudo o soltero? —me preguntó mi madre un día—. Bueno, ¡y a mí qué me importa! —se autocontestó, recriminándo su curiosidad.
Así estuvimos los tres meses que duró nuestro amor en cuarentena. Aquel metro de distancia mínima entre los dos, que teníamos que mantener por imposición de las autoridades sanitarias, se convirtió en la peor de mis pesadillas.
Pero aquello se acabó y la vida volvió poco a poco a ser como antes. Mi relación con Luisa dejó de ser virtual para dar paso a un noviazgo apasionado. Y a pesar de ser muy diferentes, lo nuestro duró tres años. Después marchó a su país y nunca más supe de ella. Se perdió en el tiempo, como el Covid 19. Los primeros amores, a veces, son así.
Don Felipe mantuvo una cordial relación con mi madre, que prolongaron muchos años con sus encuentros en los salones del Centro de la Tercera Edad del barrio. El murió primero y poco después, ella. Mis hermanos y yo decidimos vender el piso, y siempre he vivido lejos de allí. Pero cada vez que paso por aquel lugar todo mi mundo se para y, por unos instantes, vuelve a aquellos días. Me detengo en la acera y, cuando miro a su balcón, todavía veo aquellos geranios grandes y rojos, que en una primavera lejana desafiaron a mis ganas de vivir.
Gregorio García Arranz Abril/2020
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