JERÓNIMO

Por Carlos Muñoz Gonzalez

27.06.2021

Corría camino de la Morella abajo, todo sofocado y resoplando como una ballena, el bueno de Jerónimo.

 Entrado ya en años y en carnes, Jerónimo el tonto oficial del pueblo de Torre del Santo, porque todo pueblo que se precie debe de tener a su simplón y éste lo tiene, levantaba una tremenda polvareda con su zancada torpe y ladeada  por la empinada vereda de la Morella, reseca en aquellos primeros días del mes agosto.

La primera que vio como el niño grande entraba en el pueblo como un cohete el día de San Lorenzo, fue la Señora Genciana que, sentada en una silla más antigua que el propio mundo, toda vestida de negro y debajo de la parra que hacía las veces de verde marquesina y entrada al portalón de su casa, apañaba unas judías verdes con la pausada lentitud que da el ver caer las hojas a lo largo de muchos inviernos.

   - Pero dónde vas chiquillo, que de puro rápido vas saltando las chispas del suelo! –dijo en voz alta la señora Genciana mientras se sujetaba el pañuelo negro, de luto de viuda, de la cabeza con las manos-.

En plena carrera, Jerónimo miró a aquella anciana llena de arrugas y la saludó sin decirle nada, tan solo levantando la boina levemente y continuando su marcha presurosa en dirección hacia el centro del pueblo.

Desde el campanario de la Iglesia de San Genaro, un par de grajos contemplaban curiosos la escena. Conocían la regordeta figura de Jerónimo desde hacia años ya que era él, el que después de misa y de ayudar al padre Pedro en los oficios, esparcía en el atrio de la iglesia, desmenuzados, los recortes de las obleas que se habían utilizado en la comunión, haciendo de esta manera que aquellos grajos, gorriones yo no sé cuántos, y un sinfín de aves más, estuvieran también, en cierta medida bendecidos por Dios.

Es de buen seguro que, si los grajos hablasen, le hubieran deseado las “muy buenas” a aquel hombre y buen amigo que esa tarde tanta prisa llevaba.

Dobló la esquina como quién dobla un junco del arroyo y enfilando por la calle Real que todos los pueblos tienen, la más ancha, columna vertebral que atraviesa en línea recta y de punta a punta Torre del Santo, siguió corriendo en dirección al cerro de la Atalaya, una pequeña elevación de terreno desde la cual uno puede ver como si tuviera alas el pueblo entero y toda la dorada extensión de trigales....”Mira Jerónimo, aquí uno se siente como aquel Rey Midas. Si alguna vez alguien quiere hacerte daño, sube hasta aquí... estarás a salvo, pues el brillo del trigo espantará de ti hasta a la propia muerte”, decía su padre cuando le subía a hombros a aquel lugar, una tarde como la de hoy de hace ya tantos años.

En el café de la Sociedad a esas horas, casi todos los hombres de Torre del Santo, compartían, mesa, café, mus y pacharán.

En las cuatro mesas del Local, propiedad de don Benito, militar jubilado, entre “pasos”, “envidos”,  “órdagos a grande” y “¡anda que no tenéis suerte!”, se desgranaba el tiempo entre la comida y la cena... 

“Anda Jero, entra y tómate una limonada, que hoy invita don Pedro. Y Jerónimo entraba, se quitaba la boina y saludaba uno por uno a todos lo que allí se encontraban. Tomaba su limonada de un trago y, tras eso se quedaba allí un ratito sentado en una silla algo apartada, jugando con los ojos cerrados a adivinar las voces que escuchaba.

Las mujeres mientras, solían reunirse cada día y a esas horas en los bancos que a la sombra de los álamos montaban guardia en la fuente de la rana, de agua siempre fresca y limpia. Jerónimo siempre se quedaba allí un ratito escuchando la dulce voz, de doña Jacinta, melodiosa como el canto de un mirlo, o viendo la habilidad de la señora Dolores la mujer más rápida haciendo ganchillo.

Pero aquella tarde  pasó por ambos lugares sin detenerse y eso que buena sed tenía.

   - Pero dónde vas alma de Dios tan apurado!! –le gritó don Sebas, el pregonero, que estaba asomado a una de las ventanas de la Sociedad fumándose un puro, o mejor, el puro fumándoselo a él-....¡Con la que está cayendo!

Jerónimo, tampoco se detuvo y eso que siempre le pedía a Sebas que le dejara tocar la corneta... Le miró, saludándole con un levantar de cejas y después y sin parar de correr le dijo entre jadeos y sudores....

   - No puedo parar don Sebas, perdóneme, es que me está persiguiendo la muerte desde hace ya un buen rato. A ver si se cansa antes que yo y coge a otro... ¡Como pare me trinca!

Y se fue haciendo pequeño calle adelante, dejando a la izquierda las últimas casas del pueblo y comenzando a subir las primeras pendientes de Cerro de la Atalaya.

El pregonero se quedó pasmado. No sabía si reírse o preocuparse, pues sin duda la cara de Jerónimo estaba pintada de miedo. Dio un buen tiro al puro y fue a comentarles la jugada a los que estaban dentro que entre risas recibieron la historia.

Jerónimo miraba hacia atrás y la negra sombra de ojos huecos aún le perseguía. 

Se la había encontrado mientras recogía orégano para dar buen olor a la sacristía. Apareció de entre unas retamas con esos harapos negros y esas manos de hueso que querían alcanzarlo.

   - Ven Jerónimo, ven... Ven conmigo...

   - No, no voy a ir.

Debió ser un pájaro agradecido el que, volando bajo, le recordó las palabras de su padre.

Y echó a correr, camino de la Morella abajo.

Pasó por la Fuente de la Rana y todas las mujeres le saludaron.

   - Me persigue la muerte. Me ha dicho que quiere mi vida...tengo que correr más que ella y llegar al Cerro de la Atalaya, allí no podrá conmigo –les dijo casi con el último resuello y rojo como el interior de una sandía-.

Hubo un momento de silencio y perplejidad entre las mujeres, más al alejarse Jerónimo camino arriba con su ridículo mover de piernas, las sonrisitas primeras, tornáronse en carcajadas y las carcajadas en mofa y bromas crueles.

Volvió la cabeza. Allí seguía lanzado su guadaña contra él, cortando el aire y llenándolo de pena y noche.

   - ¡Ven, eres mío! –decía la de la eterna sonrisa-.

Los grajos de la Torre, únicos seres que son capaces de ver a la muerte, junto con los tontos, las luciérnagas y los árboles de más de mil años, volaron hacía la Parca y se lanzaron contra ella, picándola en la calavera y tirando hacía atrás de su maloliente túnica, dando los suficientes segundos a Jerónimo para pisar con su andar torpe la cima de la Atalaya.

Abrió los brazos y se dejó bañar por el sol y por el brillo dorado del mar del trigo. Se había salvado.

La muerte se detuvo en seco, siendo incapaz de dar un paso más hacía arriba.

Los dos grajos volaron hacia Jero colocándose cada uno en un hombro.

   - Gracias, -les dijo él quitándose la boina-

Ellos le picotearon cariñosamente el cuello.

La negra sombra se quedó inmóvil durante un rato. Después dándose la vuelta habló, con la voz cavernosa de aquella que es temida, mientras con sus inexistentes ojos miraba al pueblo:

   - Hoy no serás tú Jerónimo, no serás tú.

Tras eso, lentamente tomó el camino a Torre del Santo.

Jerónimo vio como pasaba al lado de las mujeres de la fuente sin ser vista y después, como un silencioso gato negro, entraba en el Café de la Sociedad en donde al poco, un humo oscuro y denso comenzaba a salir por las ventanas.

Gritos que se apagan y de fondo una loca risa.

El sol brilla en el Cerro de la Atalaya y mientras, sentado en el suelo un río de lágrimas brota de los ojos del buen tonto, mientras las mujeres gritan abajo.

“A todos aquellos que, al igual que yo, piensan que el mundo es de nosotros, los simples”.

Carlos Muñoz González