La pauta completa

Por Paula

15.06.2021

Aquella mujer no paraba de hablar de sus gatos. Que ella siempre había tenido gatos, que eran animales muy libres, que eran mejores y más cariñosos que los perros como animales de compañía. Hablaba lo bastante fuerte como para que escuchara perfectamente sus consabidas historias desde la otra esquina de la terraza. Hablaba con otras mujeres sesentonas y hasta setentonas y ochentonas, muy coloridas, con pañuelos y ordenados peinados. Todas la escuchaban o simulaban escucharla con atención menos una que no paraba quieta: se levantaba y hablaba con unas y con otras, se ponía y se quitaba el pañuelo, abría el bolso, entraba en el bar, salía: ¿una rayita de coca?, ¿una rueda? 

Pensé que tenía una oportunidad magnífica para experimentar una idea que me rondaba por la cabeza: no odiarlas. Porque últimamente cada vez que miraba a una persona por la calle, enseguida encontraba un buen motivo para menospreciarla. Es un mal que me ronda desde hace algún tiempo: juzgo, condeno, critico, cada vez con más soltura y más saña. Soy un fruto de la sociedad actual pero afortunadamente me he dado cuenta de mi error y pienso corregirlo ya que nunca he seguido ni a la moda imperante, ni al abanderado boludo que es como los argentinos llaman a esa marca de antiguos calzoncillos tan masculinos. Porque, en muchos casos, se desprecia a los otros para darte el valor que no te da nadie, tu eres mejor y más guapa que ellos.

Me fue bien el ejercicio, la mujer seguía acaparando la atención de su auditorio, que si un gato era escapista porque era muy noviero. Yo como si nada: ver, oír y no juzgar. De pronto se produjo un motín a bordo y todas las mujeres o casi todas decidieron cambiar de sitio, movieron las sillas, juntaron mesas: el hormiguero se había reorganizado y yo lo miraba sin emitir una sola censura eclesiástica en mi condenado cerebro de tertulia echada a la basura. 

Estaba feliz porque descubrí mi capacidad de humana sapiens de recibir impactos sociales agresivos y neutralizar mis escarmientos de juez chocho y empedernido dando golpes y más golpes con la maza de las condenas divinas, morales, veniales o penales. 

Qué felicidad cuando se sentó al lado un tipo AES (Arriba España) con su pulserita, sus alegaciones nacionales y volví a armar mi coraza de no me importas, no te juzgo, ni te quiero, ni te odio, ahí te encuentras, bueno, tu mismo.

Así nació el trampantojo decorativo de mis interacciones sociales: comprendía pero no me hacía malasangre. Ya se que otra vez iba a contracorriente pero estaba feliz con la pauta completa, contemplando, respirando, sonriendo con los ojos mientras juntaba la lengua con el paladar y dejaba surgir el néctar de la trascendencia. Creo que me estaba convirtiendo. En una gata escapista.

Paula