Antipodae y los museos del equilibrio

Por Valentina Gabiolonda

12.10.2022

Antipodae sentía una inocente complacencia por alterar levemente el equilibrio de las cosas. Su madre, Antioquía, tardó un tiempo en descubrir la ausencia de cierta armonía en su hogar. Fue observando que el cuadro de las casitas rojas que enderezaba cada mañana volvía a aparecer torcido, que la botella de leche bailaba sobre la mesa y, al indagar el motivo, encontraba en su base un garbanzo, una miga de pan o un papelito doblado que obligaban a perder la calculada estabilidad de diversos objetos para situarlos al borde del precipicio. 

Cuando el niño creció demostró unas excelentes cualidades para la comprensión y el estudio de la arquitectura y el dibujo. Paseaba las yemas de los dedos por estructuras imaginadas dotadas de bellas proporciones, trazaba caprichos en simetrías jamás inventadas. 

Antipodae asomaba con atrevimiento la cabeza al borde del horizonte cuidándose siempre de no adentrarse en el peligroso espacio donde bate su hoja la guillotina, acariciaba ensoñaciones en la piel delicada de los mares, construía ciudades de blanca espuma, miraba diluirse el humo de las chimeneas en el cielo azul y en todas sus creaciones violaba levemente las leyes de la física de forma que la mente fuera capaz de mantener las imágenes vivas, incluso una vez desaparecidas. 

Antipodae creaba museos del sentimiento, estancias iluminadas donde podían admirarse sus joyas más allá de horizontes imaginarios. Bastaba con cerrar los ojos y lanzar al haz de luz una mota de polvo, desviar la mirada y torcer levemente el sentido asentado del equilibrio.

Viola