Cuento de los pinares

Por Miguel Ángel Duque

19.09.2020

Érase una vez unos montes milenarios donde los hombres vivían tranquilos de lo que les daba el campo, hacían picón y carbón, recogían frutos y sembraban el suelo áspero, criaban vacas, ovejas y otros tipos de ganado, También vivían de la caza de los grandes ungulados, del esquivo jabalí o el pequeño gazapo y de la pesca en los ríos claros, sacaban minerales de socavones excavados en la dura roca con mucho peligro y trabajo. 

Así transcurrió la vida durante miles de años. Hasta que llegaron unos nobles, se repartieron el campo diciendo que era suyo, por derechos heredados, divinos u otros embustes inventados y los pobres habitantes de los montes milenarios, tuvieron que pagar al noble para poder trabajar en los campos.

Luego vino una guerra entre hermanos, provocada por esos nobles, el clero y políticos despiadados. A los del bando que perdieron de todos sus bienes los despojaron, les quitaron sus tierras y se las dieron a los chivatos, en muchos casos firmaron las escrituras entre torturas y asesinatos. Así de nuevo tuvieron que volver a pagar, para trabajar los campos o cobrar sueldos míseros por un duro trabajo.

Un día sucedió que en un cortijo de estos, con sangre usurpado, se reunieron unos señores para echar un gancho y así poder matar unos pocos venados. Uno de los que vino de la capital se quedó prendado, de aquellos montes escarpados, de aquellos ríos limpios, de esos valles encantados y al calor de la chimenea del cortijo del chivato, urdieron un plan para enriquecerse más, a consta de esos montes milenarios. Hicieron una empresa pública con dinero del estado, expropiaron los montes que quisieron, todos los que les gustaron, pagaron el uno por ciento de su valor, en el mejor de los casos, pero que casualidad que a los nobles y caciques a esos no los expropiaron. A los nuevos terrenos expropiados los llamaron montes públicos, para que no sonara raro, dijeron que crearían riqueza para los pueblos cercanos, metieron maquinaria y los dejaron arrasados, limpios del monte que llevaba miles de años, hicieron terrazas y de pinos las sembraron, cambiaron el paisaje y los usos milenarios de los que vivían los pueblos ahora tan necesitados.

A los pocos años dijeron que mantener esos montes salía muy caro, que no se lo podía permitir el estado, hicieron una subasta y una gran parte de los terrenos públicos fueron vendidos, por mil veces menos del valor por el que fueron expropiados. Pero no se enteró nadie solo los nobles y caciques de los montes aledaños y así se quedaron otra vez con los pocos montes que quedaban en los pueblos cercanos. Fue un negocio redondo, se quedaron el campo por casi nada y encima de pinos sembrados, firmaron un compromiso de no pagar impuestos a cambio de mantener los montes en buen estado y así pasaron veinticinco o treinta años.

Un día un ministerio dirigido por aquellos que los pinos sembraron, dicen que esos pinos hay que quitarlos, porque no son parte del bosque mediterráneo. Contratan a la misma empresa que aquellos hombres crearon, esa que era pública pero de la cual solo ellos se beneficiaron y ahora se llevan los pinos, dejan el monte arrasado, los únicos beneficiados son los dueños de esos montes privados, que usurparon al pueblo con malas artes en tiempos pasados, además los subvencionan con premios millonarios alegando que es un bosque singular a pesar de que están destrozados.

MORALEJA

A las gentes del pueblo sus terrenos le quitaron, y con ellos su modo de vida, a los ricos se los regalaron, con nuestro dinero se los sembraron, recogieron la cosecha, la madera se llevaron, al pueblo no le quedó nada de esta especulación en el campo. Solo una carretera destrozada, el corazón de sus habitantes roto y un paisaje desolador.