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DCLM.ES · RELATOS BREVES DURANTE EL CONFINAMIENTO

El fantasma de la novicia.

Por Gretel Lovecraft

06.07.2020

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Aun brillaba la luz de la tarde y las sombras se alargaban en el corredor alto del Convento de Santa Clara. La cocina estaba lista, todas las tejas limpias, los zócalos repasados de cal y las ollas fregadas y secadas al sol.

Su corazón de media veintena latía con la intensidad de la juventud. La madre cocinera estaba recluida en su celda y ella misma preparó y le subió la medicina para los dolores de cabeza. Desde que entró en el noviciado le encargaron preparar esos vapores y los conocía perfectamente. Incluso se lo aprendió como cancioncilla:

Se hierven en una olla

un puñado de hojas

de sándalo, albahaca

de rosa y nardo.

Sobre el vapor de agua,

de esta cocción.

se inclina, el del dolor.

Lo respira, profundamente

tapándose la cabeza bajo una tela.

Después del vapor respirado

el enfermo queda curado.

No estaba tranquila, por fin había decidido abandonar el convento esa tarde y nada le asustaba tanto como seguir allí dentro, esperando.

La novicia aguardó la tranquilidad de la tarde para salir del convento por las huertas y el portón de la fachada oeste. Un poco a hurtadillas, llevando prendidos a sus ropas algunos secretos de la cocina conventual. Estos secretos eran su pasaporte para la vida extramuros. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de volver a su casa y sin dote ni recursos tenía que procurar la forma de salvar su honrosa vida de mujer joven. Abandonaba el convento por sus profundas dudas, pues la juventud con que había profesado le provocaba fuerte inestabilidad en su vocación.

Al frescor de las tardes del verano, con los cantos de ronda que oía desde su celda, entre las celosías, aumentaban su inestabilidad y sus dudas. En esta terrible angustia no quiso hablar con otras monjas del noviciado, ni escuchar consejos de la madre cocinera, ni menos aún de la abadesa, a la que siempre veía como señora del convento. Ella, promesa tras promesa, se encomendaba a la Virgen de la Concepción, que tenía en la hornacina de su celda.

Aquella mañana había estado muy nerviosa. La madre abadesa hablo de la importancia de la preparación del Voto del Concejo de la villa y la responsabilidad de las novicias en los preparativos de la ceremonia. Después, se recogieron las últimas ofrendas que se habían hecho con motivo del pasado día de difuntos, limpiando la cripta del convento, que tras estos preparativos se cerraba para una larga temporada.

Durante todo el verano le venía rondando la idea de marcharse, se le había metido en la cabeza y, aunque estuvo muchas noches a punto de hacerlo, finalmente no se había atrevido. Sin embargo ahora todo era distinto, había terminado las tareas de la cocina y ordenado los alimentos de la despensa. Se salió al huerto y se apostó tras una tapia de piedras y cal. No podía pensar en otra cosa y salió lentamente del recinto por la portezuela del campo. Aunque esta fachada del convento carecía de ventanas, inmovilizada por el miedo, se acurrucó en un pedregal a la espera de que llegara la noche.

De las casas de la villa llegaba un olor caliente a sarmiento y cepa, a encina y caldo puesto a la lumbre. Los hombres habían dejado las faenas y la oscuridad lo inundó todo rápidamente.

Decidió emprender la marcha y, recogiendo un poco sus hábitos para que no se mancharan de barro, llegó hasta el arroyo de la Mina, que conocía perfectamente, el rumor y el olor de sus aguas le recordaron tardes de la niñez paseando por su orilla buscando renacuajos. Cruzó el arroyo y puso rumbo hacia las huertas subiendo una pequeña loma para buscar el camino de Miguel Esteban. Su idea era bordear la villa hasta el cementerio de San Sebastián, donde tenía una obligada visita que hacer, para, desde allí, por el camino de Villafranca, tomar dirección a Toledo.

Aquellas huertas, por estar tan cercanas a Alcázar de San Juan, se habían quedado sin animales y las norias estaban paradas. A algunas les habían desmontado los cangilones y la rueda, otras estaban abandonadas y ese abandono acrecentaba el riesgo que suponían sus pozos descubiertos y profundos. Los vecinos advertían a sus hijos de que no anduvieran campo a través por aquella zona.

No fue este el caso de nuestra novicia, quien, en sus prisas por dejar la clausura de Santa Clara, abandonó la seguridad de los caminos y las calles para no ser reconocida, con tan mala fortuna que en su caminar a ciegas cayó al interior del pozo de una noria. Una de tantas norias abandonadas con un profundo pozo desde cuyo fondo encharcado pudo ver las estrellas del otoño durante dos largas noches de agonía.

En aquella situación desesperada, la novicia recordó algunos pasajes de su corta vida. La desafortunada caída y la profundidad del pozo le provocaron la fractura de los huesos en ambas piernas, quedando inmovilizada y dolorida en el fondo del pozo. Paso toda la noche pidiendo ayuda. Las primeras luces del alba siguieron oyendo sus súplicas, confiada en que el amanecer llevaría a las gentes a aquellos parajes y por fin sus llamadas de auxilio serían atendidas. Pensó que se había quedado sorda porque ya no escuchaba su voz, que seguía pidiendo auxilio a gritos. Presa del miedo, era incapaz de entender que había forzado hasta la ruptura sus cuerdas vocales y había enmudecido. Las súplicas resonaban en su cabeza pero nadie las escuchaba.

Pasado el mediodía, en la profundidad del pozo reinaron de nuevo las sombras y la novicia comprendió su terrible destino. Las piernas rotas, el agua hasta la cintura, pensando que infectos animales podría haber en ella, sin poder moverse y salida del ayuno del monasterio notó como los esfuerzos, el hambre y la tensión vivida la estaban dejando sin fuerzas. Poco a poco su mente empezó a desvariar hasta ser presa de la fantasía.

Comenzó a rezar y la monotonía de la oración ayudaba al sueño y a ahorrar las escasas fuerzas que le quedaban. El hambre, a la que estaba acostumbrada por los ayunos, le traía a su memoria sugerentes imágenes de sopas de ajo, viudos potajes conventuales, dulces de almendra y otras delicias a las que estaba acostumbrada. Sus dudas vocacionales la asaltaban nuevamente pensando en si había procedido correctamente con su escapada, pero en ningún momento se arrepintió de ello ante el objetivo último de la libertad y de que nadie le planificara su vida. El sueño de esa libertad aminoraba los dolores y sufrimientos.

Su boca se derretía de hambre y la lengua pretendía engullírsele sola pensando en la tortilla de la hermana Pascuala, en una variedad que había descubierto por las concepcionistas franciscanas de San Luis de Burgos, y que ella ligaba a la hermana Pascuala, de la cercana calle del convento alcazareño. En esta calle, al poco de llegar al convento, se popularizó una cancioncilla, que escuchaba desde su celda, sobre la poca virtud y escasa limpieza de una moza:

Asnis burris majaderis

borrico de poca ciencia

que camino tomaremos

para la villa de Herencia.

An dicho que quieres ser monja

y ahora te quieres casar

con uno que tiene pelotas

como un gallo gavilán.

Asómate a la ventana

dama la del pelo cerril

que tengo una zanahoria

que me llega al senojil.

La tortilla de la hermana Pascuala se hacía con cebolla y pan empapados en leche aromatizados con perejil, además de las consabidas patatas fritas y huevo. Una vez cuajado todo ello, la tortilla no se fríe, sino que se hornea.

Caída la noche, la novicia volvió a caer en lágrimas encomendándose a la Concepción de la Virgen, pensando que la causa de su martirio seria llevar prendidos en los hábitos los secretos de los bizcochos, que al fin y al cabo siempre salían del convento de alguna manera, pero con ella salió algo más, imperdonable e impensable para las otras monjas, y solo propio de su ardor juvenil: la fórmula para provocar la menstruación, que la madre abadesa guardaba conjuntamente con la madre cocinera, como depositarias de tan gran secreto, que ninguna otra mujer conocía completa, salvo ella misma. En la idea de que perdurara fuera del convento, arranco dos papeles de su toca y los introdujo en la cajita de cinc donde guardaba el rosario, dejándola en un hueco de las piedras del pozo.

Sabía que ella nunca llegaría a usarla, pero las mujeres de fuera del convento podrían encontrarla y usarla sin tener que pagar un alto precio por ella, a veces la mitad de su dote. La fórmula no era complicada, se trataba de hacer pastillas con un triturado de hojas que se amasaba con miel. Sus ingredientes eran una medida de amarga almendra y otra de dulce, junto a media medida de manzanilla, mirra, valeriana, zanahoria, anís, hinojo y apio. La masa se terminaba con un cuarto de medida de ruda y sabina. Se ingerían de tres a seis gramos al día.

La fórmula se conserva porque una urraca, al ver brillar la caja entre las piedras de la pared del pozo, la recogió trasportándola a su nido en la torre del Gran Prior, donde fue encontrada con los papeles intactos en su interior. Para desgracia de muchas, los papeles fueron devueltos al convento pues las monjas habían denunciado su sustracción junto a la desaparición de la novicia.

El fin de la novicia estaba próximo y era consciente de ello. Rezo tras rezo, recuerdo tras recuerdo, ilusiones y esperanza alentaron sus últimos momentos. El sueño, el sueño dulce de la juventud venció su resistencia quedando su conciencia dormida con el cuerpo aún vivo por unas horas.

En el preciso instante del ángelus del segundo día, la novicia exhalo su último suspiro y murió. Un suspiro de novicia que no pudo conocer la libertad ni el valor del arco reglar. Aquel suspiro fue tan profundo y de agradable olor que llenó el aire de Alcázar de incomparable dulzor. La fragancia alertó a sus compañeras de congregación de su muerte, aunque su cadáver nunca fue encontrado.

La madre cocinera lloró largos días la muerte de su mejor novicia y, para borrar su desgraciado lance, ensayó todo tipo de pasteles y dulces que endulzaran su paladar y su alma. Tras varios ensayos consiguió hacer unos pastelillos que recordaban la fragancia del suspiro de la novicia.

Los compuso con mantequilla y harina por partes iguales, el doble de azúcar, un vaso de agua en la misma proporción que el azúcar, ralladuras de limón y tres huevos por cada cien gramos de azúcar. Lo mezcló todo en un cazo al fuego hasta conseguir una pasta, después la apartó del fuego y le añadió los huevos, batiéndolos hasta incorporarlos. Hecha la pasta y volcada en piedra los cortó en trozos pequeños que se hicieron fritos, espolvoreándolos con azúcar y canela en la costumbre alcazareña, tratando de hacer sobre ellos figuras geométricas decorativas.

El olor de los pasteles y su sabor evocaban el suspiro de la novicia, pero la madre abadesa, que siempre le tuvo gran cariño, quiso darle en su memoria la cualidad figurada de monja, llamando a estos pastelillos ‘suspiros de monja’.

En la década de los veinte del siglo pasado, llegaron a la ciudad la modernidad y las corrientes de pensamiento más vanguardistas, entre ellas un grupo de seguidores de Kardec, que estudiaron antiguos sucesos sobre las almas de la villa, descubriendo en retazos este episodio que ahora estamos narrando.

Se acababa de urbanizar la zona de las antiguas huertas, poniendo nombres de grandes pintores a las calles, entre ellos el del insigne alcazareño Lizcano, que convivía así con Goya, Velázquez y otros grandes maestros. En aquellos años se construyó el edificio conocido como ‘La Ferroviaria’, para que cursaran estudios los hijos de obreros y empleados del ferrocarril. Edificio que fue más tarde colegio nacional y hoy sede de los servicios culturales del Ayuntamiento, con su biblioteca, teatro, televisión local, aulas artísticas, etc.

En los años cincuenta, el edificio colegial sufrió su primera ampliación por la línea de fachada de la calle Goya, aunque después ha tenido muchas más, y desde entonces maestros como Gaitero, Toribio y Alderete confesaron sentir presencias y extraños sucesos en el edificio, que siempre achacaban a la chiquillería. Pero, desde el comienzo de los años 80, exactamente desde el 150 aniversario de su desaparición, la monja novicia tiene revuelto todo el edificio.

Libros perdidos en la biblioteca, extrañas averías en los equipos informáticos y frecuentes cambios de sitio de objetos son fenómenos habituales en el edificio de La Ferroviaria. Presencias y apariciones, luces que iluminan las estancias sin ser encendidas y otras formas de aviso nocturno o diurno se repiten con cierta frecuencia, así como los repentinos cambios de humor de los trabajadores, especialmente en los días cercanos a la fecha en que desapareció la novicia.

Ahora se sabe cuál es la causa de los extraños sucesos en el edificio: los espiritistas locales importunaban al fantasma de la novicia con sus sesiones y sus exorcismos pero las mujeres que tienen el don de hablar con los muertos, las que cruzan el pueblo de noche enlutadas, han encontrado el remedio para el desasosiego del fantasma de la novicia. El espíritu les ha comunicado que quiere ser depositado en la cripta del antiguo convento de Santa Clara, y que aunque ve ese punto de luz a lo lejos no puede caminar hacia el por vivir en un mundo de tinieblas en el que entró a los ciento cincuenta años de su muerte. Todas las que hablan con los muertos se han juntado para ayudar al espíritu, logrando encontrar la solución de sus pesares en construir, en el aniversario de la muerte, un camino de luz entre los dos edificios que encarcelan su espíritu.

La reconstrucción de este camino imaginario, por el que la novicia anduvo a oscuras en su malograda noche, para que ahora el espíritu pueda volver a su lugar soñado y descansar eternamente es una tarea difícil y laboriosa, individual, porque cada persona interesada en ello ha de formar parte del camino y colectiva porque necesita la participación de muchas personas, en esta tarea de liberar el alma que buscó la libertad.

¿Será ahora el momento de hacer ese camino? Es una pregunta sin respuesta que los alcazareños y alcazareñas se hacen cada otoño en los primeros días de noviembre.

Gretel Lovecraft. Fuente popular

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