Adiós a los hábitos

Por Edgar

13.01.2023

Tras la desaparición del hermano Livingstone, Nacho fue madurando sigilosamente su fuga del monasterio de los Monjes Barbitúricos donde no le ataban ya más que recuerdos y algunos objetos personales. Una noche, clara del alma y oscura de luna, dejó prendida una nota en la que podía leerse “me abro” y salió por la Puerta de los Testigos donde estaba aparcado el BMW cabrio que un mes antes había comprado por internet, su coche favorito de color negro, cuero y madera intensa, roja esmeralda. Descapotó para colocar en los asientos traseros sus escasos bienes personales y espirituales: un estuche privado adquirido en la factoría plátanomelón con objetos de culto y setas alucinógenas; un colchón híbrido de látex Talalay con muelles ensacados Royal Arte de firmeza personalizable que había comprado por 4.500 euros; su almohada de seda rellena con espuma de memoria no tóxica, funda de oro, cremallera tachonada con diamantes y un zafiro de 22 quilates, y sus cuatro juegos de sábanas Bassols de algodón egipcio de mil hilos. 

Nacho se marchó a vivir a una gran ciudad. Un mes antes había alquilado un piso muy elevado donde pensó que allí, cerca del cielo, no llegarían los ruidos de la tierra pues, tras años de evasión evanescente, era amante de la paz y del silencio. Al principio se pasaba las horas en la terraza mirando el ajetreo de los colores, los transeúntes y los coches. Para su desagradable sorpresa y en contra de todas sus previsiones, en el piso diecisiete se multiplicaban los sonidos que llegaban en forma de eco militante, a veces hueco y otras gris metalizado. El colmo fueron aquellas dos niñas que salían a jugar y emitían unos insoportables gritos de mercadillo medieval. 

Previamente y para liberarse de algunos malos hábitos que le habían colgado en el convento, pensó apuntarse a un curso de pensamiento positivo donde aseguraban que en siete días de retiro te libraban de condenas, juicios y críticas, pero existían dos peros: no le gustaba la palabra retiro y pensaba que al librarle de censuras, tal vez le arrebatarían también su capacidad de discernimiento, precisamente ahora que era dueño de recrear su propio criterio lejos de severas normas y los estrictos votos de pobreza, obediencia y castidad. Pensó que era normal odiar al vecino del piso quince que ensayaba escalas en su trombón de varas, la rotundidad de la amoladora angular que cajeaba baldosas en el décimocuarto, las cadenas oxidadas de los columpios del parque donde correteaban, se perseguían y chillaban las dos odiosas niñas de trenzas rubias, el aviso intermitente para ciegos en los cuatro semáforos de la plaza y, a las tres de la mañana, Manrique, el empleado del bar Costa Azul que aparecía en escena lanzando con saña al contenedor del vidrio, una por una, las botellas que luego recogía de un golpe certero y mortal el camión ecológico a las cuatro y media, mientras la ciudad -él no- dormía.

Nacho adquirió un tirachinas de nogal y un bote de pepinillos en vinagre; también se compró un dron explosivo y un manual de fabricación de cócteles Molotov de onda expansiva. 

La noche anterior al día elegido para ejecutar sus planes silenciosos, Nacho salió con su BMV cabrio con la intención de adelantar a todos los Volvos que encontrara en su camino y de vuelta se sentó en la terraza del Vips donde conoció a Fran, un artesano de gustos refinados quien, sin quererlo, le fue disuadiendo de su plan de hacer justicia a sus oídos, acostumbrados al milenario silencio de los claustros. 

Edgar