Bola extra

Por Miguel Santos

10.06.2022

Estoy sentado en la cornisa con las piernas colgando hacia la calle. La espalda contra el cristal y los brazos agarrando el marco de acero del ventanal para no caerme. Son ocho pisos, me mataría si me cayese, estoy sin protección. No es la primera vez, ya he estado así antes. Tranquilo jefe, todo bajo control. Bajo la vista hacia mis piernas y veo el llavero de pelota de golf que sobresale del bolsillo de mi pantalón, con la bola blanca y lacada brillando al sol de la media tarde. Quiero tocarla, engancho la correa del arnés en la cintura para quedarme asegurado y con una mano lo saco del bolsillo. Acaricio los pequeños y suaves agujeros con la punta de mis dedos.

Hoy estoy tardando demasiado en limpiar los cristales y Laurita, la secre, me mira nerviosa desde el interior de la oficina. Es buena chica, aunque parece estar encoñada con el cabrón de su jefecillo, que la engaña casi en su puta cara. Lo veo desde fuera de la ventana a través de las lamas rotas de su cortina. El hijoputa le tira los tejos a su secre en plan romántico, pero se pasa por la piedra a tres o cuatro chicas de la oficina, se las lleva al despacho algunas tardes tras los almuerzos de trabajo. Luego le trae flores, el cabrón, para disimular, para tenerla engatusada. Ella siempre las pone en un jarrón sobre su mesa, pero creo que se siente obligada a hacerlo. La veo siempre muy sola. Yo también estoy solo, la diferencia es que yo ya lo sé. A mi nadie me engaña.

No me gustan las alturas, a la gente le digo que sí para que no me den el coñazo. Es arriesgado de cojones colgarse de una ventana, y aunque lleves muchas correas y arneses si estás de caerte te caerás. Lo he soñado muchas veces, pero no me importa. La vida se me hace bola, demasiado complicada, pero la muerte me parece más fácil porque depende sólo de mi voluntad.

Aquí arriba mando yo, y si hoy no quiero morir pues me doy otro día más. Es como la bola extra de los antiguas máquinas de flipper, la que más mola jugar, la que no te esperabas. Cuando vi a Laurita darse la vuelta y mirarme aquel primer día tras el cristal escuché el golpe seco del flipper en mi cabeza, tac!, ya está, bola extra. No me hago ilusiones, no puedo competir con el hijoputa. Así es la vida macho. Pero tampoco renuncio, no me da la gana joder, sé que Laurita lo finge todo por no perder el curro. Algún día se armará de valor y me abrirá la ventana desde dentro. Lo sé 

Me pongo de pie sobre la cornisa, ya está bien de perder el tiempo. Esta tarde le vamos a joder el polvo al hijoputa, seguro que está con una de la oficina. Camino hacia la ventana de su despacho, con el arnés sujeto a la cintura. Tiene las persianas echadas, como siempre, pero me pongo a limpiar donde están las lamas rotas. El tipo está solo. Al momento se abre la puerta del despacho y entra Laurita. La cierra, se acerca a él, que se pone de pie. Ella se queda quieta mirándole muy de cerca. Hablan un poco y ella sonríe, pero parece tensa o nerviosa. Él saca algo del bolsillo de su pantalón y se lo da. Ella lo mira fijamente, es una cajita, la abre, se echa la mano a la boca y le vuelve a mirar a él mientras sonríe. Saca el anillo y se lo pone. Se abrazan y se besan 

Me quedo muy quieto mirándoles, en shock, y me dejo caer de espaldas. Al tensarse la correa del arnés se engancha en el bolsillo del pantalón y mi llavero sale volando. Miro la bola de golf mientras cae a la calle en silencio y me pongo a contar mentalmente. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Hace un ruido seco en el suelo, pum!, como un disparo, y se deshace en polvo blanco. Ya está, adiós bola extra. Varias personas se han parado y miran la mancha blanca en la acera, después miran hacia arriba. Les saludo con la mano. Siguen su camino.

Miguel Santos