DCLM.ES · BLOG · Relatos Bestiales · Ángel Alcalde
Las horas se hacían larguísimas. Cuando llegó la noche, volvimos a oír el motor de un coche y luego pasos. Alguien se acercaba.
—Chaval, chaval –dijo antes de entrar—, no estarás dormido.
Era el de la perilla que, sin duda, quería comprobar, antes de entrar, que todo estaba como él lo había dejado unas horas antes. El chico salió y hablaron en la puerta. Aunque con trabajo, afilamos el oído y pudimos oír lo que decían:
—Se acabó chico. Nos conformamos con lo que hay. El jefe no quiere problemas con un español y una yankee. ¿Lo hago yo o prefieres darte el gustazo?
—Prefiero darme el gustazo –dijo el joven.
—Bien, pero llévatelos a la charca grande. Hay más peces y quedaran menos huellas…
Estaba claro. Nos iban a mandar derechitos al otro mundo. Entraron en la casilla, nos liberaron de las sillas metálicas y nos desnudaron, rompiéndonos toda la ropa con una navaja, ya que no nos liberaron de las manos atadas a la espalda. Nos ataron también al muchacho y nos sacaron a empujones camino de la charca grande…
Yo miraba a Ángel, pero él parecía estar en otra cosa. Todo el dolor del mundo pasó por mi cabeza en aquel paseíllo. Pronto llegamos a un río. Ahora el canto del agua saltarina no sonaba igual que siempre, ahora era una danza fúnebre.
—Hay que cruzar por esta pasarela de piedras –dijo nuestro liquidador—, y háganme el favor de ir bien despacio que no quiero mojarme la ropa.
Cuando los tres estuvimos sobre el agua, en la mitad de cauce, Ángel vio su oportunidad, alzó su pierna derecha, se volvió hacia el malhechor y con la rodilla cargada de toda la fuerza que pudo reunir, impactó en su pecho rompiéndole el esternón y lanzándolo hacia el pedregoso lecho del río.
El bandido amortiguó nuestra caída y nos incorporamos rápidamente. En cambio el malhechor no se movió un solo milímetro. Tampoco respiraba. Al caer sobre una piedra se había roto la cabeza y estaba muerto. Le sacamos la navaja de un bolsillo, nos liberamos de las cuerdas y nos dimos el mejor abrazo de nuestras vidas. Luego cogimos el revolver y Ángel disparó dos veces. Se trataba de hacer creer al resto de la banda que la orden había sido cumplida.
Volvimos por nuestros pasos hasta unos metros antes de llegar a la casucha. Comprobamos que el de la perilla estaba dentro por sus canturreos y por el olor del habano que estaba disfrutando. Me quede a una distancia prudente y Ángel respiró profundamente, comprobó que había balas en el tambor del revolver y se fue hacia la puerta, la abrió y disparó contra el de la perilla. Cuando se aseguró que estaba muerto, me hizo entrar, nos vestimos con la ropa que llevábamos en los bolsos de viaje que, afortunadamente, aún estaban sobre la cochambrosa mesa. En uno de los bolsillos de su chaqueta también estaban nuestras tarjetas y nuestro dinero. Lo volvimos a meter todo en los bolsos y nos dirigimos sigilosamente hacia donde pensábamos que estaría el taxi esperando al resto de la banda.
Efectivamente, allí estaba el taxi, con el chofer escuchando música a través de unos grandes cascos. Otra vez mi chico me mandó parar y se acercó él solo, gateando por detrás para evitar los espejos, hasta llegar a la altura de la ventanilla, del conductor que estaba abierta. Tan entusiasmado con la música que escuchaba, no se dio cuenta de nada. Ángel solo tuvo que acercar la pistola a su cabeza y disparar. Inmediatamente abrió la puerta y tiró de él para sacarlo del coche.
No lo podía creer. Estábamos vivos y camino de Bogotá en el taxi de los malos. Abandonamos el vehículo unas calles antes de llegar al hotel y convinimos en no decir nada, a nadie, de todo lo que nos acababa de ocurrir. Al día siguiente regresamos a Madrid en el primer avión.
Empecé a no saber distinguir entre el sueño y la realidad y miraba los sucesos de la vida cotidiana a través de aquellos terribles acontecimientos. Su recuerdo era cada vez más profundo y perturbador. Ahora vivía, sin remedio, entre aquellas caras colombianas y aquellos paisajes tan voluptuosos como dramáticos.
Ángel y yo nos vimos a diario hasta que se le acabaron las vacaciones y regresó a Nueva York.
El tiempo pasó y defendí mi tesis con el resultado de sobresaliente cum laude.
Llamé a Ángel para darle el detalle del asunto y recordarle la necesidad de escribir el Tratado de Sociología Sexual. Porque la cuestión no es follar, la cuestión es follar bien.
Ángel Alcalde
Por P. Moratilla
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