Memoria sexual de una estudiante (35)

En la puerta del hotel cogimos un taxi para que nos llevara al aeropuerto. Antes de llegar el taxista paró en una gasolinera para repostar. Normal. También hizo una llamada. Poco antes de llegar al aeropuerto se desvió por una calle secundaria y volvió a parar. Esto ya no parecía tan normal. Empezamos a pedirle explicaciones por aquel comportamiento, pero antes de que pudiera decir nada, las puertas del coche se abrieron desde el exterior y entraron dos hombres. Uno se acopló en el asiento delantero, el otro en el trasero, con nosotros y con un pequeño revolver en la mano.

Enseguida entendimos nuestra situación. El taxi siguió, pero no hacia el aeropuerto, sino a la salida de la ciudad. Los hombres no abrieron la boca y nosotros tampoco. Los intrusos eran muy distintos. Uno de ellos rondaría los sesenta años y parecía sacado de un cuadro del Greco. Tenía la cara alargada y una perilla canosa acabada en punta. En otro era un joven, presumiblemente menor de edad. Al salir de la ciudad nos ataron las manos a la espalda y al cuello. Se trataba de impedirnos cualquier movimiento.

—Se equivocan con nosotros –dijo Ángel—, ella es una estudiante norteamericana y yo un trabajador español. Aquí no hay dinero por ninguna parte. Pueden quedarse con lo que llevamos encima, no hay nada más.

Treinta minutos más tarde, el taxi abandonó la carretera y cogió un camino selvático por el que anduvo muy despacio en torno a otros veinte minutos. Nos sacaron del coche y el de la perilla y el joven, nos condujeron por un camino, ahora de cabras, hasta llegar a una casucha destartalada. Nos ataron a sendas sillas metálicas, deformadas y oxidadas. El jovencito vació sobre una mesa mugrienta, el contenido de nuestras bolsas de viaje y todo lo que llevábamos en los bolsillos.

El de la cara larga habló para decir:

—Supongo que ya habrán adivinado cual es su situación… Están secuestrados y para que haya alguna posibilidad de que conserven la vida, lo mejor es que hagan todo lo que les ordenemos a partir de ahora. De momento quiero los números secretos de sus tarjetas de crédito.

El de la cara larga apuntó los números en una pequeña libreta, luego desvalijó nuestras carteras, se guardó todo nuestro dinero, le dio el revolver al chico, y volvió a decir:

—Volveré pronto. El muchacho se queda con ustedes. Será mejor que no intenten nada con él, es pequeño pero matón, muy matón…

De pronto empecé a verlo todo borroso. Las lágrimas acudieron a mis ojos a borbotones. Miraba a Ángel y repasaba nuestra corta vida en común. Demasiado hermosa para acabar de esta manera. Intentamos hablar con nuestro secuestrador, pero nos mandó callar si no queríamos seguir el camino de las nueve personas que ya había matado, según propia confesión.

Ángel Alcalde

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