La máquina lanza bolas

Aquella mañana, César había tenido una sesión de tenis más corta de lo habitual, estaba contrariado, su rival había llegado media hora tarde y esto para él suponía una falta de respeto inaceptable.

Además de esto, durante el juego, el contrincante, que era inferior a César tenísticamente hablando, había puesto en práctica todo su catálogo de artimañas para volver el marcador a su favor y sacarle del partido. Entre los sofisticados trucos empleados, eran especialmente irritantes el de fingir una cojera ante un golpe ganador de César o el de decirle si había oído sonar la cinta de la red cuando César conectaba un ace. También le enervaba la escandalosa manipulación que hacía del marcador, ante la que César sentía gran impotencia por su carácter distraído y su aversión al conflicto que le impedía reclamar ante su impresentable «amigo».

En ocasiones César, con el fin de evitar las fullerías de sus rivales proponía hacer un entrenamiento pero esto le resultaba igual de enervante porque sus rivales, que le ganaban todos los días a pesar de su inferioridad técnica y física, no eran capaces de mandar la bola dentro de su radio de acción ni de mantener un ritmo adecuado.

En lo personal, César también se sentía víctima por tener que aguantar el hecho de que algunos contrincantes se escaqueasen de pagar la pista o de poner bolas, además de tener que escuchar  a diario monólogos de corte político o lamentos acerca de «la parienta» que sus rivales empleaban para coger resuello alargando los descansos por su desventaja física o para «sacarle de punto» cuando estaba fino.

No había escapatoria, imposible para él encontrar la satisfacción plena en el deporte que le apasionaba desde tiempos de Santana.

Pero aquella mañana sucedió. César y su fullero amigo se cruzaron con otro conocido, igual de tramposo, que arrastraba un carro con un extraño artefacto, cuando un rayo de luz hizo brillar el metal cromado de aquel aparato que fue para él como una visión mística, un rompimiento de gloria. Una vez más, su inconsciente se le había adelantado.

Aquel ingenio de la técnica, según les contó, era capaz de lanzarte las bolas con la altura, efecto, profundidad y frecuencia deseadas y seleccionadas por control remoto, sin trampas, sin impuntualidad y sin hablar del gobierno.

A César se le iluminaron los ojos, pero un instante después le corrieron unas gotas de sudor a causa del conflicto ético que le asaltaba como defensor que era del factor trabajo por la mano de obra humana, ante el advenimiento de la era de la inteligencia artificial. Esta confusión duró un momento, al tener que escuchar a su rival comentarle al dueño de la máquina en tono jactancioso como «le había dado pal pelo».

Una sonrisa se dibujó en su rostro y ahora las risas de los otros le llegaban como un murmullo.

Álvaro