Dolor subjetivo

Nada tan reparador como hablar de las desgracias propias. Las cuenta uno al vecino y el relato conjura la angustia como un sangrado terapeútico. Las palabras brotan con un brío camuflado de pena, como grumos pegajosos pero alegres por salir al mundo exterior. Desnudan nuestra herida, que empieza a cicatrizar al aire de la opinión de terceros.

Las penas relatadas se alejan de la boca como pequeñas hojas de papel. Las empuja el aliento y su eco es como la voz de otro. Entonces parecen más ajenas, y empezamos a sufrir menos para apiadarnos más, aunque sea de alguien ficticio, o no tan ficticio porque en el fondo somos nosotros mismos.

A mí me pone muchísimo despotricar de todo y largar mis cuitas. Se apodera de mí como un frenesí. Pero luego, como todas las drogas, la euforia da paso a la resaca. Es un vacío psicológico que vivo con dolor en el pecho, con sentimiento de culpa, con el complejo del bocazas que enseña lo que no debe para arreglar lo que no puede.

Es entonces cuando la pena original me parece un mal menor ante el agobio de haber perdido la dignidad, que es la sensación que me asalta tras haber desvelado mi intimidad doliente. No he resuelto este asunto todavía.

No todos los dolores pueden publicarse así, al tuntún, y en ocasiones se mezclan el dolor y la rabia, que es una cosa que sí pide a gritos que se la grite, como buena alternativa al desahogo a mamporrazos o a hostias, que es una palabra más violenta pero más prima hermana de lo insoportable.

Cuéllar