La tierra de nadie

Como una laguna Estigia de la conciencia, entre la fase REM profunda y la lucidez se extiende un territorio por el que vago encarcelado las mañanas en las que me toca madrugar.

El mundo real se extiende ante mis ojos y sus luces dibujan cosas en mi retina que mi cerebro interpreta a su manera, completamente liberado del sentido común. Mi conciencia asiste a la definición improvisada de un sueño en el que actores ficticios se encarnan en cuerpos reales. Veo sin ver, vivo sin vivir en mi. Desearía morir, pero no muero, para vivir en un sueño a medias, que es como pretender ignorar la urgencia del sexo.

En las mañanas profundas, cuando me toca madrugar salvajemente, salgo a la calle buscando esa lucidez, pero es imposible. Llego a la redacción y me siento. Mi silla es un punto de apoyo y la dura mesa es un oasis en el que me desparramaría si nadie me viera. Pero el día es un escenario donde el somnoliento es un proscrito, una tuerca defectuosa que paraliza la efectividad de los despiertos.

Quisiera huir, aunque fuera como un avestruz, y olvidarme del mundo. No puedo. Intento atravesar definitivamente la tierra de nadie que separa el sueño profundo de la claridad cerebral. No lo consigo. Mi mente pugna por nacer al nuevo día, pero no logra romper la placenta y lo único que quiero es permanecer para siempre en la oscura comodidad de este saco amniótico que es estar dormido.

Luego pasan las horas y, con los pies ya en el suelo, nada me motiva. La realidad viene dada y lo inesperado la aliña en cierta medida. Pero nada es tan potente como lo inventado. Y entre lo inventado, nada tan sorprendente como lo soñado, que es casi como una nueva realidad. Pasan más horas, acaba la noche y otra vez me veo intentando ser un humano cabal. Árida vida.

Juanma Cuéllar