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Crónicas del Caminar (VI): Tablas de Daimiel

"Mucho he leído y estudiado sobre las Tablas y por extensión sobre toda la Mancha Húmeda desde entonces. Y muchas han sido las veces que he vuelto a visitarlas. De modo que las he podido ver de nuevo casi secas y agonizantes, tanto como espléndidas y exuberantes." (Mariano Velasco, con fotografías y comentarios de Héctor Campos, para dclm.es).

28.02.2016

Castilla-La Mancha

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La primera vez que las visité comenzaba el tórrido verano de 1991. Sí, lo confieso, esperé treinta y cinco años de mi vida para conocerlas, y todo porque me ocurrió lo que a tantos manchegos nos ha ocurrido siempre: que jamás, nunca antes, había sentido preocupación alguna por esa singular naturaleza que nos rodeó y de la que al fin, salvo mosquitos y malos olores, ninguna otra cosa recibí. Porque las lagunas manchegas, para mí, como para la mayor parte de nuestra provinciana sociedad, sólo habían sido rémoras de un mal pasado, silenciosos testigos de duros tiempos, lugares inmundos e insalubres que a todo trance convenía eliminar. Y para recordárnoslo allí estaban esas perennes plagas de mosquitos que nos martirizaban año tras año desde que se iniciaban los primeros calores primaverales.

Pero he aquí que así de pronto y como de sopetón comenzamos a escuchar con insistente reiteración que todo esto se acababa irremisiblemente, que ya no había solución y que de entre todas las desgracias, la pérdida del parque nacional de las Tablas de Daimiel era un mazazo ecológico de inconmensurable dimensión: un abandono ancestral, unas erróneas políticas de desecación, otras posteriores que abocaron en una sobreexplotación de las aguas subterráneas, y una extraordinaria sequía que ya superaba el lustro de duración, eran los «genes» causantes de la mortal enfermedad. Así que algo sacudió entonces mi trascendental apatía despertando la curiosidad ¡Tenía que conocer las Tablas de Daimiel!; siempre tan cercanas, tan a la vuelta de la esquina, que nunca encontré el adecuado momento en que poderlas visitar.

Y se me ocurrió hacerlo en aquel mes de junio de 1991, cuando las Tablas ya hacía años que habían ardido como resultado de la autocombustión de las turbas, mientras que los niveles pluviométricos alcanzados en los años anteriores habían descendido por debajo de los cien milímetros: allí, en lo que antes fueran las Tablas, lo que había era un desierto en el que abrasaba hasta el aire que se respiraba.

Recuerdo que llegué al centro de información, que recogí uno de los impresos donde se indicaban los distintos itinerarios —de la Isla del Pan; de la Isla de Algeciras— y que sin saber cual elegir —total, ninguno conocía— me puse a caminar.

Tarayes, tarayes lánguidos y formidables, tarayes espectrales y esperpénticos. Poco a poco algo removió mis sentimientos. Quizá fuera la falta de fauna, o la visión de esa especie de charca de agua pútrida casi devorada por el carrizal. De modo que hastiado y aburrido abandoné el lugar casi febril por la solanera, llevándome en el alma una paupérrima impresión.

Pese a todo fui consciente de que no podía, no debía juzgar por aquella primera impresión. Simplemente no había elegido bien, ni la época ni el día. Así que tenía que volver.

Y regresé. Regresé en el otoño de ese mismo año 1991, cuando las temperaturas descendieron y mis conocimientos sobre el parque mejoraron ¡Cuántas horas de lectura y dedicación!

Y fue entonces cuando pude apreciarlas por primera vez en toda su magnitud. Porque aquel día pude ver las Tablas con los ojos y el corazón, pero también con el conocimiento y la razón. Y con la superposición de ambas visiones pude comprobar su fundamento y su agonía. Y recuerdo vivamente la profunda pena que sentí por tan dramática supervivencia y por una pérdida que entonces me pareció imposible de recuperar.

Mucho he leído y estudiado sobre las Tablas y por extensión sobre toda la Mancha Húmeda desde entonces. Y muchas han sido las veces que he vuelto a visitarlas. De modo que las he podido ver de nuevo casi secas y agonizantes, tanto como espléndidas y exuberantes. He podido ver atisbos de nuevos afloramientos en los antiguos «ojos», y nuevas amenazas de agotamiento y muerte sin solución. Y todo porque las Tablas, ese viejo parque nacional, esas balsas capaces de ser inundadas a golpe de «grifo» —aportes foráneos de agua—, gracias al artificio de presas «ecológicas», tuberías y sondeos de emergencia, tienen una magnífica capacidad de regeneración. Y que basta, bastaría para ello, un claro compromiso del poder político para actuar sobre lo que supondría la auténtica solución que no es otra que la adecuada gestión de las aguas subterráneas del acuífero 23. Algo que hasta hoy ninguna administración se ha planteado seriamente —salvo hacerlo sobre el papel, por mucho que éste tuviera el rango de Real Decreto Ley.

Menos mal que mientras tanto las Tablas se han mostrado generosas y nos han vuelto a regalar su magnificencia y abundancia con sólo un par de años de buen llover. Pues nada, seguiremos invocando al dios de la lluvia para que llueva sobre Daimiel…

Sobre Daimiel, y sobre Ruidera, y sobre el resto de humedales de la Mancha Húmeda. Y confiaremos en que ello supondrá la próxima y futura política medioambiental del Gobierno regional, porque en la Mancha, desde luego, no hay político ni administración capaz de hacer lo que hay que hacer en esta cuestión, esto es, controlar de una vez las extracciones de agua del acuífero 23.

Pues nada, que Dios reparte suerte sobre las Tablas… ¡Amén!

«No era tan seca hace décadas La Mancha, cuando las fiebres palustres y la agricultura de regadío empezaron a ser las excusas perfectas para desecar, roturar y canalizar los extensos humedales existentes. Las de Daimiel también sufrieron devastadores acciones, en pleno siglo XX. Surgidas por la confluencia de los ríos Gigüela (de aguas salobres) y Guadiana (de aguas dulces), las Tablas de Daimiel albergaron durante décadas las más importantes poblaciones de las más variadas aves que, en su migración, necesitaban un punto de referencia y cría. Daimiel era el lugar perfecto. Poco pensaba el hombre entonces en la preservación de la Naturaleza, y hundió en varios metros los cauces de los ríos, mediante excavadoras, para canalizar profundamente los ríos. Las obras formaron parte del gran proyecto de desecación de humedales proyectado en 1956 y ejecutado desde finales de los años 60. Las consecuencias más dramáticas se observaron inmediatamente: al canalizarse el río Guadiana y demoler las presas molineras, los niveles descendieron hasta casi hacerlas desaparecer. Más tarde, en los años 70, los regadíos empezaron a proliferar hasta penetrar directamente en la zona de influencia del propio Parque Nacional (declarado en 1973). Las Tablas se secaron. El río Guadiana desapareció. Los famosos Ojos del Guadiana dejaron de manar, y así han permanecido hasta la actualidad. Desapareció la magia de la Naturaleza. No tardaron en producirse incendios espontáneos por la combustión de la turba del subsuelo que, a falta de agua y en contacto con el oxígeno del exterior, prendió los suelos, ayudado por los humanos y las quemas periódicas de los terrenos cercanos».

«En 1980 se reclasifica la zona y se aumenta su protección. En 1981 se incluye en el Programa MaB (Hombre y Biosfera) al declarar a la Mancha Húmeda como Reserva de la Biosfera. En 1982 se reconoce como Humedal de Importancia Internacional por el convenio Ramsar. En 1988 se califica como Zona de Especial Protección para las Aves (ZEPA). Pero el agua no llegaba, y el panorama y el paisaje era desolador. Sólo con las abundantes lluvias de finales de los años 90 las Tablas volvieron a la vida. Pero no sirvió de mucho: pocos años después, ya en pleno siglo XXI, la sequía y la sobreexplotación volvieron a aparecer: el Parque padeció uno de los peores períodos de su historia: volvieron los incendios y la muerte. Hasta principios del año 2010, cuando regresó el agua y la vida, justo a tiempo para evitar la retirada del título de Parque Nacional, advertencia realizada por la Secretaría MaB de la UNESCO como escarmiento por la nefasta gestión de cuantas administraciones fallaron en su gestión.»

 

Mariano Velasco (escritor, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, y presidente de Asociación Ecologista para la Defensa del Acuífero 23 (AEDA 23), con fotografías y comentarios de Héctor Campos; periodista, escritor y fotógrafo.

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