
DCLM.ES · OPINIONES · Francisco R. Breijo-Márquez
Evidentemente y, como bien dice el refranero castellano, “en todos sitios cuecen habas”, “hay gente ‘pa tó’ “, “lo de los justos y los pecadores”. Además de otros rollos más que ni debo ni quiero escribir.
Soy un auténtico y veraz enamorado de Italia. O por eso me tengo.
Si bien, y como siempre ocurre con cualquier país, no llegas a conocerlo, ni siquiera de roce. Ni siquiera el propio, ni siquiera tu ciudad. Nunca se llega a conocer su todo.
Llegas a una ciudad desconocida. Oteas el pampaneo. Unas bambas y tejanos para reconocimiento de terreno. Recogida de algo de tierra, guardarla en un vasija ‘ had hoc’ con el nombre grabado y… ya está: a las repisas dedicadas a los viajes. Al menos es lo que hago yo, y así, otra más para la colección de ciudades conocidas.
Malpensa es muy feo; muy mal organizado; los pocos letreros informativos que hay resultan ininteligibles, arbitrarios y no siempre coincidentes con lo que se supone que indican.
De los agentes de servicio al cliente, cuando los hay, mejor no hablar. Por esos lares sólo hablan italiano, muy deprisa y muy mal ; como aquellos a los que aquí, en España, solemos llamar palurdos. Y muy malencarados; no te preguntes el por qué les preguntas y no se dignan a explicarte: o entiendes lo inentendible o que te vayan dando por donde mejor te apetezca. Y luego dicen de los catalanes, si los únicos que hablan català obviando a los castellanos, son puros y genuinos charnegos de sangre emeritense o lorquina.
Malpensa está en un pueblo que llaman “Somma Lombardo”, a unos 40 kilómetros del centro de la ciudad, a unos 50 minutos de cualquier hotel central y a unos 126 euros de taxi. Los taxistas suelen ser serviciales y, algunos, hasta entienden ‘spagniolo’. Aceptan tarjetas... ¡qué menos!
Llegas al hotel tras un vuelo de unas tres horas con badenes en motor Ryanair (me prometí que nunca más, pero como era mi intención viajar de guiri total, pues … dónde dices, has de hacer ).
El hotel es de camas y aseo compartidos: ocho personas por habitación. Su nombre es Ostello Bello en Via Medici 4, al lado de Todo. Aun a sabiendas de la posible incomodidad, me hicieron sentir como en casa; tanto Verónica, Dódo, Mirko y otra chica cuyo nombre no recuerdo y lamento el olvido. Se peleaban con el mismo diablo para que yo entendiese lo que se decía. A los compañeros de habitación, ni conocerlos; el de arriba de mi litera roncaba cual Moby Dick en los ecos del Cañón de Colorado, pero parecía buena gente; era chino o parecido. En otras dos camas habitaban unas veinteañeras que solo ocupaban el cuarto al amanecer, después de noche festiva. Eso sí, dejando desparramadas por el suelo sus maletas abiertas, lo que condujo a tropezarme con una de ellas camino a la ducha hiriéndome el maléolo derecho. Eran inglesas y trasnochadoras. Milán me dio la impresión de ser una especie de barrio mío pero en inmenso; de escándalos plenos, irresolubles e inagotables.
Al salir del hotel, a la izquierda y en menos de cinco minutos se llega a la que, para mí , es la calle principal de Milán: Via Torino.
Via Torino a la izquierda, atravesando cientos de establecimientos de todo tipo de cosas con marcas conocidas por todo el orbe (ropa, deportivas, supermercados, hamburgueserías, …) llegas en un santiamén a la Piazza del Duomo.
Y tu vista choca de frente y sin aviso con algo asombrosamente majestuoso: la fachada de la celebérrima Catedral.
La Catedral fue el motivo príncipe de mi visita a Milán. No solo no me defraudó, me maravilló: la toqué por los cuatro costados acariciando sus piedras de mármol azulado. Aún tengo su sensación en los dedos. El interior, bonito pero no impactante ni original; muchas vidrieras pero, yo había ya visto la «Sainte de Chapelle» en pleno París y, nada puede ser más bello.
Una especie de Arco de Triunfo dedicado a Victor Manuel II te introduce en unas galerías en forma de cruz y repletas de comercios de marcas archiconocidas: Dior, Vouitton, Gucci y sus etcéteras, que no impresionan a nadie con medio gusto, salvo por los precios, que esos sí impresionan para mal. También petadas de cafeterías con terrazas.
Milán, sorprendentemente no me pareció caro, francamente.
En general, los precios son más asequibles de lo que su fama dice.
Un café solo (espresso, por supuesto) cuesta en las galerías de Víctor Manuel menos que en un local moderadamente céntrico en mi pueblo, lo máximo que pagué por un café expreso fue un euro y diez céntimos.
La ropa o las deportivas tampoco son más caras que en España. Salvo, claro está, que pagues por marcas y no por calidades.
Curioso que no vi ninguna de Giorgio Armani, por ese tío sí hubiese comprado algo, pero seguí comprando solo mis preceptivos tres imanes, tres tazas de café pequeñas, unas gafas de sol y un pañuelo de seda..., como en cualquier sitio nuevo al que vaya.
Siguiendo la galería de entrada por Piazza del Duomo hasta el final del túnel, llegas a una especie de plaza que llaman «Piazza della Scala », en cuyo centro se encuentra una estatua de Leonardo da Vinci, rodeado de cuatro de sus discípulos cuyo nombre no recuerdo.
Y enfrente, mi gran decepción milanesa: «La Scala».
Edificio exterior tipo cualquier Diputación de ciudad española de unos veinte mil habitantes, pizca más o menos. Y porque tiene banderas, que si no... pues otro edificio más y nada del otro mundo. He de decir en conciencia y verdad que ya había visto y oído la Ópera de Budapest y la de Viena; incluso la Ópera Garnier de París, y eso puede llevar a comparaciones. Por dentro, vale, como el Teatro Circo de mi pueblo, pero en grande, con una acústica muy mejorable. Vi un espectáculo de ballet que me hizo dudar de si me había equivocado y me había colado en una exhibición de gimnasia rítmica, -deporte que me gusta oiga (mi nieta Gabriela es campeona de tal gimnasia) pero no era lo que yo quería ver- y, ante la falta de coordinación de los danzarines y la música subalterna, pues no tuve otra que salirme a medio.
Via Torino a la derecha, la «Basílica de San Lorenzo » y sus vulgares columnas romanas.
Piazza del Duomo en dirección opuesta a la Catedral, se ve una torre del famoso «Castello Sforzesco” que llaman “torre del Filarete”. De la Catedral al Castello, recorres la Via Dante (uno de mis ídolos ).
El Castello de Ludovico el Moro es una fortaleza. Uno va porque casi es obligatoria la visita, pero ¡vamos, que donde se ponga el «Alcázar de Segovia » , que se quite todo lo Sforza, incluida Caterina.
Paseé en un bus turístico – por primera vez en mi vida – por el barrio de Brera, que dicen que es imprescindible porque emana bohemia, arte, historia y prostitutas; yo no capté ninguna de ellas, la verdad. Claro que iba en bus.
De « El Cuadrilátero de Oro » o de la Moda (que así se llaman) pasé solemnemente. Ya tuve bastante con mi guía de Civitatis en París y mis tres cuartos de hora sabiendo hasta de qué forma meaba Louis Vouitton.
Y poco más.
Calles empedradas y tranvías a tutiplén. Es la ciudad en la que he visto más tranvías por centímetro cuadrado. No se me fue de las mientes el pobre Saudí, pobrecito mío. Semáforos verdes de poca duración...
¿Merece la pena visitar Milán? Un sí rotundo… tiene una Catedral que puede llegar a enamorar. Y un café espectacularmente rico y razonablemente barato.
P.S.- En el siguiente artículo –si es que me apetece y mis editores lo consideran oportuno– escribiré sobre las gentes en general y las muchachas en particular. De que tuve que quedarme por allí un par de días más de los previstos, porque las huelgas de las aerolíneas son dignas de describir. Una en particular «Lastminute » con la que estaba conchabada mi agencia de viajes, Booking, tuvo problemas técnicos, tácticos y me dejaron tirado a mi suerte, devolviéndome cuatro euros y cincuenta (!tengo la factura! ) por supuestos daños y perjuicios.
¡Ah! Y de la ‘temblaera’ que me entró al salir de la Scala.
Pero...son otras historias.
Eso sí, historias para no olvidar nunca por su perversidad.
Francisco R. Breijo Márquez
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