DCLM.ES · OPINIONES · Joaquín Ortega Herrera
Hace unos días en El País, más concretamente en Babelia, leí un artículo de Antonio Muñoz Molina que me hizo volver a mi infancia, se titulaba “Años de sotanas”.
Yo estudié durante diez largos años en el colegio Diocesano de Ávila, era un niño bueno, de buena familia, algo fundamental en un lugar donde las clases sociales estaban perfectamente identificadas, sacaba buenas notas, normalmente notables y nunca me suspendieron ninguna asignatura.
A nuestra más tierna edad, siete u ocho años, metieron en nuestras pequeñas cabezas la idea del infierno, “el castigo eterno”, la posibilidad de ir al infierno entró en nosotros de tal forma que se convirtió en un miedo constante, todo lo que hacíamos, todo, era pecado además ni más ni menos que de pensamiento, palabra, obra u omisión, asumido el mal cometido, nuestra mayor duda era su calificación, porque si era mortal nunca nos íbamos a escapar de las garras de Lucifer.
Sobre los siete años nos obligaban a hacer la primera comunión, en eso eran inflexibles al que no la hacía le expulsaban del colegio, la preparación para tan gran acontecimiento era la catequesis donde nos daban un librito que teníamos casi que memorizar, LA GUÍA DEL CRISTIANO que hace años apareció en un baúl de mis padres y yo he guardado, en su primer párrafo, uno de los más suaves , decía:
Ejercicio cotidiano. Por la mañana luego de levantarte y puesto de rodillas en la presencia de Dios dirás: ¡Dios mío! Que seria de mí si me hubieseis quitado la vida en el instante en que cometí la primera culpa mortal. Años ha que estaría quemando en el infierno. Yo os pido perdón por todas mis culpas pasadas y propongo ayudado de vuestra gracia divina no volver a pecar. ¡Siete años!, como se puede introducir esta y otras barbaridades semejantes en la mente de un niño de siete años.
El tiempo fue pasando muy lentamente, después de hacer la comunión “nos obligaban” a confesarnos, unos tras otros íbamos a la capilla, de rodillas y a través de una reja sucia de madera se adivinaba un busto oscuro que olía a una mezcla de tabaco, sudor y cera, como no éramos conscientes de haber cometido ningún pecado nos los inventábamos, por supuesto los más veniales posibles, para así lograr la absolución rápida y arreglarlo con una penitencia de un par de padres nuestros y un par de avemarías.
Cuando empezamos a ser mayores, a partir de los once o doce años, como ya tenían nuestra alma, quisieron apoderarse de nuestros cuerpos, entonces empezaron insultos, las humillaciones y los castigos físicos, nos pegaban por todo, en este caso cada cura tenía sus propias artimañas a cuál más cruel, si a uno se le ocurría tenernos media hora en la capilla de rodillas con los brazos en cruz, el otro daba una vuelta de tuerca y nos colocaba un par de libros en cada mano, pero el primero celoso por su poca crueldad, volvía a dar otra vuelta de tuerca y aumentaba el castigo colocando un par de garbanzos debajo de cada rodilla algo que te generaba un dolor insoportable.
Los más benévolos, usaban la regla obligándonos a poner la mano abierta, los golpes en la palma no eran excesivamente dolorosos, durante un rato se te ponía roja y parecía que ardía, pero se te pasaba pronto, otros te daban con la regla por su parte más delgada eso sí que dolía, pero el verdadero arte de la regla la tenía el cura que nos hacía juntar los dedos de la mano hacia arriba y nos daba con todas sus fuerzas, nos rompía las uñas y los dedos sangraban, si llorabas mucho, te echaban un chorro de alcohol y te ponían un esparadrapo, dolía aún mucho más.
Peor aún eran las bofetadas, había verdaderos especialistas en pillarte desprevenido, al menor descuido ¡zas! A mí, que como ya he dicho antes era un chico casi modélico y de buena familia, además de reglazos, capones con los nudillos, y diversas bofetadas, me dieron bien, lo que se dice bien, un par de veces, una por llegar tarde a una formación, la hostia directamente a la cara resonó en todo el pasillo, los dedos del cura estuvieron marcados en mi cara un par de días.
La siguiente fue más fuerte, al parecer en clase de ciencias solté una pequeña risa justo cuando el profesor estaba detrás, la hostia que me soltó fue tal que reboté en el pupitre, sangraba tanto por la nariz que me mandaron a casa y un par de días después al ver que no cicatrizaba con la nariz morada y llena de algodones me llevaron al médico, me tuvieron que cauterizar una vena. Mi padre, muy católico, reaccionó, fue furioso al colegio y al parecer tuvo una gran discusión con el director, me sentí orgulloso de él, porque su actitud no fue normal, lo normal era que llegases a casa sangrando y tu padre te castigase aún más, porque la credibilidad y el poder absoluto lo tenían ellos. La letra con sangre entra, decían diariamente.
En esa época pasamos del miedo al infierno, al infierno del miedo físico, como he dicho antes todo el sistema era muy clasista y si lo que cuento nos lo hacían a los “buenos” ¿Qué harían con los internos en la mayoría de los casos “de baja clase social y limitados recursos”?
Manoseadores se comentaba de un par de curas, a mí nunca me tocaron.
Pero lo peor con mucho era la clase de filosofía del padre Mariano, su pulcra sotana, su peinado a raya, su fuerte olor a Varón Dandy, su sadismo no tenía comparación con ninguno de sus congéneres, cuando entraba en clase se oía el silencio, nadie le miraba, nadie respiraba, nadie se atrevía a moverse. Se sentaba en su silla, lentamente sacaba su cajetilla de Chesterfield y muy despacio lo encendía, entonces cogía la lista y decía, con una mueca sádica, (que me parece que aún estoy viendo), hoy voy a sacar a la pizarra a uno cuyo nombre empieza por, y decía una letra, entonces se oía un suspiro general del resto de la clase cuyo nombre no empezaba por la letra de rigor, en cambio, los de la letra “agraciada” se asustaban de tal forma que más de uno se orinaba encima, al final después de varios regates con el abecedario, disfrutando del miedo sádico que nos infundía, sacaba a uno de nosotros a la pizarra, la turbación era tal que en casi todos los casos el elegido no podía ni hablar, entonces el cura Mariano, le preguntaba a ver dígame el significado de esta frase de Platón y muy lentamente leía algo así como: “Pensar es el diálogo del alma consigo misma” ¿qué se podía contestar a tal pregunta?, un niño de catorce o quince años muerto de miedo, que ya había manchado sus pantalones, normalmente nada, o si era muy osado decía algo vago y sin sentido, entonces, en cualquiera de los casos, el padre Mariano se levantaba muy lentamente, el niño empezaba a cubrirse cuál boxeador profesional, pero el cura siempre acertaba y te daba tal bofetada que solías rebotar con la cabeza en el encerado verde de cemento y amianto. ¡Cuantas noches pasaba en vela porque no era capaz de dormir por el miedo de ir al colegio al día siguiente!
Años después, me lo encontré en la universidad de Madrid, pelo largo, camisa de flores y vaqueros, para seguir dando clases nos obligan a tener carrera -me dijo- nos han convalidado muchas asignaturas y en un año acabamos. ¡NO TENÍAN TITULACIÓN!, ¡ELLOS ERAN MALAS FALSIFICACIONES!, pero lo más increíble es lo que me dijo a continuación – por primera vez en mi vida he estudiado a Marx, y estoy convencido de que el marxismo es la filosofía por excelencia. Entonces ha dejado de ser católico y ha colgado los hábitos, -le pregunté inocente de mí-, si hombre, y si lo dejo de que vivo- me contestó riéndose- Siempre ha sido un cabrón y lo seguirá siendo -le dije- y me fui esperando no volver a verle en mi vida.
Por supuesto que había algunos que no pegaban, pero eran los mínimos y seguro que estaban mal considerados por el núcleo duro.
No sé cuando acabaron dichas prácticas educativas, supongo que cuando el régimen empezó a perder poder y o con la democracia, pero, aunque les pesara a muchos, la educación basada en el temor tenía que terminar, para los que las sufrimos, el miedo, la humillación y la vergüenza siguen estando hoy presentes entre los rincones de nuestros recuerdos.
Al fin acabé mi etapa de colegio Diocesano y como todos mis amigos más cercanos, no volvimos a misas, ni a confesiones, ni a ninguno de los ritos que nos recordase, a una sotana o al colegio y su propio infierno, incluso el olor a Varón Dandy hoy me repugna.
Mis padres me mandaron a estudiar a la Universidad de Madrid, recalqué al principio de los 70 en el colegio mayor José Antonio, el cambio fue bestial, salvo pequeñas novatadas iniciales, todo era un sueño libertad sin trabas ni horarios, respeto, compañerismo, alegría, cultura, complicidad, amistad, y mucha cerveza, hasta el punto de que cincuenta años después, varios compañeros, solemos comer juntos varias veces al año.
En la escuela, el cambio fue aún más brutal, el primer día de clase, el profesor nos dijo: esta es una carrera difícil, solo el 8% de ustedes obtendrá la titulación, por lo que el que quiera trabajar que se esfuerce al máximo y el que no, mejor que no venga.
Aun a muchos nos duele que, en esos oscuros tiempos, se concediese el poder sobre la juventud a la iglesia, para que fuésemos sometidos a los abusos físicos y mentales, abusos a los que se sumaron, por parte de depredadores sin alma, los abusos sexuales, sin que ninguno de los que cometieron todas esas iniquidades tenga perdón de dios, ni del hombre, yo nunca los perdonaré.
Joaquín Ortega Herrera
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