DCLM.ES · OPINIONES · Rafael López Villar
Esta es una reflexión incómoda, una reflexión nacida de un resquemor sordo y, posiblemente, sin fundamento que proviene de la incapacidad de sumarme a una corriente mayoritaria, no porque la considere injusta, o incierta, o impropia, sino porque mi horror por los absolutos me hace salirme de la corriente de opinión única, inspirar fuertemente y reflexionar sobre la situación sin prejuicios, sin planteamientos ajenos, buscando las aristas inevitables con las que toda verdad sin oposición linda con las medias verdades, con las verdades particulares, con las verdades de sentido común, y, a veces, como no, con las mentiras interesadas.
Posiblemente el problema es que a veces no me creo ni a mí mismo, y los movimientos colectivos, sobre todo si son vindicativos, sin son mediáticos, con muchos huecos para ser vengativos, me producen un escepticismo urticante, una incomodidad sistemática que me hace buscar las inocencias del culpable.
No es que dude que haya culpables. No es que dude que los culpables han de ser denunciados y castigados, mi duda proviene del método, de la puesta en escena, de la desmedida ferocidad sin paliativos de un juzgado popular que solo admite la culpabilidad y el linchamiento como salida a la acusación. Y nadie, al menos hasta ahora, se ha preocupado de determinar cuál es la capacitación real de un juez anónimo, irresponsable, polimorfo, ni si su experiencia o sus creencias lo hacen recusable por tener un prejuicio que le impide ser justo. Y cuando el juez tiene miles de cabezas seguramente incurre en una clara orientación moral que lo hace recusable.
¿Para qué necesitamos una organización judicial si la justicia populista, asamblearia, ya se la procuran las víctimas y otras organizaciones de activismo de distinta índole? ¿Para qué necesitamos un derecho procesal si todo el juicio real se desarrolla en los medios de comunicación y en las redes sociales? ¿Para qué necesitamos una sentencia si esta ya está implícitamente contenida en la acusación? ¿Quién necesita de la presunción de inocencia si el mero hecho de invocarla ya presupone el linchamiento del invocador?
Tal vez por todo esto, tal vez por una constatación de un puritanismo victoriano en auge basado en activismos que me son ajenos, en estos casos, cada vez más frecuentes, cada vez más furibundos, tengo la sensación de estar asistiendo a sacrificios realizados a dioses paganos. Tengo la desasosegante sensación de que una parte de la sociedad ha erigido unos ídolos ideológicos y está dispuesta a pasar a todo el que no se pliegue al culto a sangre y fuego, a instaurar en honor de su ídolo las ofrendas humanas necesarias para apaciguar esa “justa ira” que bulle en su interior frente a los que no son capaces de ver la verdad incuestionable. Su verdad incuestionable.
Es verdad que en muchos casos, que no en todos, los culpables acaban confesando. Aunque no puedo evitar pensar que también los acusados por la inquisición acababan confesando. No puedo dejar de pensar que cualquiera sometido a tortura acabar por capitular ante sus torturadores. Y la presión social, el ninguneo profesional, el linchamiento mediático, a mí me parecen torturas suficientes como para crearme una duda razonable respecto a la veracidad de cualquier declaración efectuada en ese contexto.
Habrá quién considere estas palabras mías como una reivindicación de los culpables. Desde luego nada más contrario a mi pretensión. Mis palabras solo intentan reivindicar la presunción de inocencia. Mis palabras solo pretenden tener la vocación de invocar el sistemático incumplimiento de los derechos humanos, o, más concretamente, la interesada infracción de los artículos 5, 6, 7, 8, 10, 11 y 12 contenidos en la declaración de los Derechos Humanos, e incluso, en los casos más extremos, cada vez más frecuentes, del punto 2 del artículo 17. Sin olvidar que todo el proceso me genera una serie de dudas, de preguntas para las que prefiero no tener respuesta, o al menos prefiero no verbalizarla.
¿Por qué todos estos casos siempre tienen como protagonistas a personas que han alcanzado la élite de su especialidad y no a las medianías? ¿Por qué la primera actitud es negarle todo los logros profesionales que tienen que ver con méritos y no con deméritos? ¿Por qué todos parecen producirse al amparo de una corriente de opinión en tiempo y en forma? ¿Por qué todos parecen tener un sinnúmero de víctimas que salen todas a la vez y al cabo del tiempo? ¿Por qué esa comparecencia tiene un cierto aire coreográfico? ¿Por qué en algunos casos, no en todos, me parece que influye más la soberbia que la lujuria? ¿Por qué? Demasiados por qué, demasiados cadáveres en el armario, demasiado tiempo de silencios que se revelan al mismo tiempo, demasiados sufrimientos y popularidades.
Incluso, con la intranquila conciencia de quién ya lleva muchos años a sus espaldas y ha vivido lo suficiente para considerar que ha vivido, repasando experiencias, repasando errores y vivencias, se me ocurre una terrible pregunta personal ¿Por qué a veces tengo la triste sensación de pensar que a pesar de haber luchado siempre contra la desigualdad me libro de pura chiripa? O lo que es peor, me libro porque al no ser especialmente famoso, especialmente popular, especialmente envidiable, mi fama está a salvo en mi propia mediocridad, mi fama está a salvo en la propia mediocridad de mis posibles demandantes.
Al final, tras tantas palabras, tras tantas idas y venidas, viene a ser que la reivindicación exacerbada de una justa pretensión por los medios inadecuados deviene en una injusticia mayor que la denunciada, que la perseguida. El linchamiento, ya sea físico o moral, de un ser humano contraviene sus derechos y la pretensión, cada vez más popular, cada vez más enraizada en la sociedad, de que podemos escoger quién no tiene derecho a los derechos humanos da paso a pensar que los tales derechos no son derechos, esto es universales, si no graciosas concesiones que pueden ser otorgadas o retiradas al arbitrio de la conveniencia o la moda ideológica del momento. Y lo acabaremos lamentando.
Rafael López Villar
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