Cultura taurina: Elogio de la estética de Manolete, al que no mató Islero

Por razones de edad, no conocí a Manolete (4 de julio de 1917- 29 de agosto de 1947). Pero sí al hombre que lo hizo posible, José Flores “Camará” que ha pasado a la historia como el mejor apoderado de todos los tiempos. Aún hoy tratan de imitarle. Pero no hay manera. “Camará” era el “mandón” del toreo. Se hacía su voluntad ante empresarios ganaderos y compañeros de cartel. Pero, curiosamente, lo que José pretendía no era llenarle los bolsillos a su poderdante. Lo importante era hacer de su pupilo un artista, en el más amplio sentido de la palabra. El símbolo de la estética en los ruedos, afianzar día a día su personalidad. Lo conocí en el año 71, en el callejón de la plaza de toros de Ciudad Real. Se celebrara un festival taurino a beneficio de obras asistenciales y acudió con sus entonces poderdantes Paquirri y Dámaso González. También actuaba con ellos, en último lugar, un familiar mío que se presentaba como novillero. Al concluir su actuación, Camará le dijo a su hijo: “José, entérate si este chaval tiene apoderado”. Allí empezó una relación de cinco años.

Camará era mucho más que un taurino al uso, era un hombre de la cultura, amigo de intelectuales y artistas, sobre todo de César Jalón, escritor, crítico taurino y político. Llegó a ser Ministro de Comunicaciones de la II República. Cuesta pensar que personas tan ilustres admitieran en su tertulia del Hotel Pintor Goya, en Madrid, a un periodista recién estrenado como yo. Pero lo cierto es que allí acudía todos los días de reunión a empaparme de política y toros. Y eso que todavía vivía el dictador. De esa manera Manolete llegó a ser tan familiar para mí…

“Daba gusto hasta verlo andar por la calle –decían mis anfitriones-. Hombres y mujeres que ni lo conocían, se daban la vuelta para verlo. Destacaba en todos los sitios, en todos los ambientes. En la plaza cuidaba hasta el más mínimo detalle. Hasta cuando se apoyaba en la barrera lo hacía con una enorme personalidad. Ser torero es muy difícil. Pero serlo con ese aire tan personal, tan elegante a todos los niveles, dentro y fuera de los ruedos, no solo es fundamental para llegar a figura, sino para el buen funcionamiento de la vida en general… Por eso aún conserva el cetro del toreo. Nadie ha conseguido parecerse a él a pesar de que murió en el 47”.

El 2 de mayo de 1935 se presenta en la madrileña plaza de Tetuán de las Victorias un novillero cordobés, cuyos apellidos y apodo eran familiares a los aficionados a los toros: Manuel Rodríguez Manolete. Ni el recuerdo de la dinastía cordobesa que denunciaba su apellido, ni el apodo, familiar para los aficionados maduros de aquel tiempo, hicieron que se fijara en él la atención, pasando punto menos que inadvertida su actuación.

El 12 de octubre de 1939 confirmó en la nueva plaza de Madrid la alternativa que le fuera otorgada en Sevilla meses antes. Fue entonces cuando explotó su personalidad de torero, la que se impuso al público. Desde esa fecha, tal aptitud habría de ser la que le proporcionará los triunfos más rotundos y le dibujara ante la afición estupefacta como modelo de lidiador personalísimo y seguro, de valor sin tacha y de conciencia de responsabilidad en su oficio. Momentos antes de la salida de su primer toro, Camará se le acercó y le volvió a decir al oído: “Ya sabes, la quietud, la personalidad, el estilo Manuel, el estilo, es lo que te hará grade…” Desde esa fecha brillo en el planeta de los toros como un personaje excepcional. Los diestros de su época trataban de imitarle, pero lo de Manolete era harina de otro costal. Y Camará apostillaba: “El arte y el estilo no son para cualquiera.”

Lo fundamental de Manolete era su concepción de un toreo plástico, singular. Gustaba de lo erecto. Era esbelto y su toreo vertical no acababa nunca, por largas que fueran sus faenas. El ritmo y la precisión eran impecables. Su concepto del señorío no le permitió ejercer nunca de forma distinta, sino con mando imperturbable desde la altura de su dignidad, sin concesión a nada extraño, en perfecta rectitud y voluntad. Este toreo erguido, sin concesiones a la vulgaridad era expresión de su forma de ser y estar en la plaza y en la calle. Manolete no concebía mandar sobre el toro más que desde la altura de su conciencia de tenerle dominado. Era una torre erguida en la plaza con todos los simbolismos que la torre admite.

Lo bueno de Manolete es que siempre era igual. Su clase se hacía notar en cualquier sitio y circunstancia. Pero también le atesoraba algo fundamental, un valor inalterable y seguro, sereno. Se jugaba la vida todos los días, ante cualquier toro y no se notaba. Allí no había sensación de gladiador de circo romano, había siempre sabor a belleza etérea a voluntad de ser y de estar, pero como en otra dimensión. Naturalmente tuvo muchos imitadores, pero pronto abandonaban la empresa, pues lo mejor que hacían eran significar sus andares, sus gestos, pero cuando llegaba el toro se daban cuenta que aquella naturalidad de Manolete era, en realidad, aterradora. Todos desistían pronto en ser como él y aún hoy, 73 años después de muerto, puede decirse que nadie le ha quitado el puesto.

“Manolete era un artista –me dijo un día Camará en el hotel Inglaterra de Sevilla-, un artista completo, centrado en su obra. Nunca preguntaba cuanto iba a ganar en tal o cual plaza. Siempre preguntaba qué tal había estado, si no había perdido la verticalidad en ningún momento, si había estado bien en los pases por bajo, cuantas veces le había tocado el toro la muleta en los pases al natural. Si la gente salió contenta de la plaza. Era un perfeccionista, sólo vivía para ello…”

A MANOLETE NO LE MATÓ ISLERO

Éste pequeño apunte sobre la estética de Manolete no podemos concluirlo sin el acto final de su corta pero intensa vida, significando que no le mató Islero, aquel quinto de la tarde en Linares, de Miura, negro bragao, entrepelao y descastado. “Lo muleteó por bajo –habla Camará- y siguió con unos tremendos derechazos y cinco manoletinas. Entró a matar un poco sesgado, marcando mucho el volapié. El toro se le arrancó y le clavó el cuerno derecho, lo levantó y tiró al suelo. Lo que sucedió después fue un cúmulo de errores, empezando por sacarlo del ruedo por una puerta equivocada, tardando más en llegar a la enfermería”.

El doctor Garrido cosió inmediatamente venas y arterias. De allí se desprende el primer parte facultativo: “Destrozo de las fibras musculares del sartorio, la fascia cibiforme, el recto externo, con rotura de la vena safena y contorneando el paquete vascular nervioso de la arteria femoral, con extensa hemorragia y fuerte shock traumático. Pronóstico muy grave.

El policía Juan Sánchez le donó su sangre. En aquella época las transfusiones se hacían con enormes jeringas, una hipodérmica que succionaba la sangre del donante al brazo del receptor.

A Manolete le dolía mucho la pierna, pero tenía fuerza para hablar. De la enfermería de la plaza fue trasladado en camilla hasta el hospital de Los Marqueses de Linares en donde, diez horas más tarde, se la practicó una nueva transfusión. Se trataba de un plasma noruego que el doctor Giménez Guinea, amigo personal de Manolete, había traído expresamente desde Madrid. Esa sangre ya se había usado en un accidente en Cádiz, con fatal resultado ya que, al parecer, estaba en mal estado. Los doctores Garrido y Corzo se opusieron, pero Giménez Guinea tomó la decisión y procedió. Instantes después Manolete dijo: “no veo nada”. Luego pronunció el nombre de su peón de confianza: “David, David” y murió.

Ángel Alcalde