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Se empeñaron en desenterrar a Franco, y lo han acabado por resucitar. Decenas de informaciones y artículos de opinión dan cuenta del evento con palas que a ratos parecen fusiles.
Esto no debería ir de izquierdas o de derechas, sino de honestidad política y respeto por la historia. Esto no debería ir de si la historia y la memoria es la oportunidad para seguir la guerra por otros medios, sino de referencia para comprender las causas de aquella tragedia en un intento respetuoso con todas las víctimas por superarla.
Es tan comprensible que los protagonistas de la contienda del 36 de ambos bandos y sus más inmediatas víctimas no puedan vivir sin odio, como incomprensible que las generaciones que no lo vivieron, quieran ahora sobreactuar para sacarle partido, incluso desde el bando contrario al que muchos de sus familiares pertenecieron. Si la Transición fue un modelo de renuncia de ambos bandos al rencor, empeñados todos en construir la democracia que entonces ni uno ni otro respetó, ¿a qué viene ahora esa generación de niñatos, cuya comodidad heredada es fruto de la reconciliación, a enmendarles la plana a los que la sufrieron de verdad en sus propias carnes? Lean al socialista Joaquín Leguina en “Memoria histórica” y reflexionen.
De Cataluña se ha dicho que está enferma de pasado; pero a este paso, España no tardará en seguirle. Da igual que la Guerra Civil finalizara hace casi 80 años, que el dictador Franco lleve enterrado 43 y que en 1978 se aprobase una moderna Constitución de consenso. Este verano, todas las televisiones se han inundado de arengas, luchando y excavando trincheras como si Buenaventura Durruti acabara de llegar a Madrid para salvar la República y los nacionales estuvieran a punto de tomar la capital desde la Casa de Campo.
Felizmente, ya no hay ni Brigadas Internacionales, ni Legión Cóndor, ni checas, ni tropas italianas en Guadalajara, ni fusilamientos en las tapias de los cementerios, ni paseos ni sacas al atardecer, pero la coalición de izquierdas populistas y nacionalistas, intenta una vez más beatificar la IIª República para excitar los ánimos (como propuso Zapatero) y convertir la tragedia de la guerra en una contienda moral de buenos y malos, de demócratas contra fascistas, imponiendo una memoria adulterada frente al relato mucho más objetivo y científico que los historiadores de todas las ideologías han ido consensuando durante años.
Intentar entender aquellos atroces años treinta es describir la atmósfera revolucionaria que ardía desde el triunfo de la revolución rusa de 1917 sin que aún se tuviera conciencia cabal de los daños colaterales que habrían de cuajar y abrir los ojos a hombres, por entonces, cegados por las mejores intenciones de justicia. Y por lo mismo, percibir con la misma neutralidad el rencor que levantaba una derecha reaccionaria, explotadora y clerical, incapaz de ceder poder, hacer reformas o compartir beneficios, y donde la Iglesia representaba el baluarte de la moral más retrógrada y ejercía de brazo protector de aquella derecha caciquil y antiliberal.
Si bien es incuestionable que Franco fue un dictador que dio un golpe de Estado, no lo es menos que muchos, demasiados socialistas, entre ellos su líder Largo Caballero, honrado por la democracia del 78 con calles, avenidas y una artística estatua en Nuevos Ministerios, no era el demócrata que la propaganda socialista ha fomentado sin que casi nadie se haya molestado en desmentir. El radicalizado líder del PSOE y de la UGT, instigador de la huelga revolucionaria de 1934 contra el Gobierno de Alejandro Lerroux que provocó la Revolución de Asturias, no trabajaba ya desde esa fecha para una República democrática y plural. Su objetivo era la revolución y la dictadura del proletariado. Es más, deseaba un levantamiento militar para aplastarlo con una huelga general e imponer ese régimen.
Es lo que escribía sin tapujos Luis Araquistain, ideólogo del sector marxista del PSOE: “… España puede ser muy bien el segundo país donde triunfe y se consolide la revolución proletaria… El dilema histórico es fascismo o socialismo y sólo lo decidirá la violencia, pero dada la debilidad del fascismo en España, vencería el socialismo”.
Y en este clima de intimidación y violencia continua, en la madrugada del 13 de julio de 1936 ocurrió lo imprevisible: una patrulla de la Guardia de Asalto sacó a José Calvo Sotelo de la cama y un guardaespaldas de Indalecio Prieto le disparó un tiro en la nuca, convirtiendo ya la guerra civil en inevitable. ¿Alguien se puede imaginar que un cuerpo de la Seguridad del Estado plagado de matones revolucionarios asesine a uno de los principales líderes de la oposición y que no ocurra nada? Pues sucedió lo peor, porque el Ministerio de Interior de la República, aunque ajeno al atentado, lejos de investigar el crimen y detener a los culpables, toleró su ascenso y curiosamente ordenó una redada masiva de falangistas.
“Este atentado es la guerra”, escribió Julián Zugazagoitia, director de “El Socialista” y después ministro en el Gobierno de Negrín. Casi lo mismo que Prieto: “Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel”, o que Luis Araquistaín sentenciara: “O viene nuestra dictadura o la otra”.
Y se cumplieron las profecías. Todos acertaron demasiado. Hubo guerra, la batalla fue a muerte, nadie respetó al adversario y se impuso una de las dos dictaduras: la del general Franco que había ganado la guerra.
Es lo que había advertido genéricamente Gil Robles, que esa noche salvó su vida porque no se encontraba en Madrid, cuando dos días después del crimen se convocó la Diputación Permanente del Congreso de los Diputados para debatir el asesinato de Calvo Sotelo ante la indiferencia o la justificación de la mayoría gubernamental: “Sé que vais a hacer una política de persecución, de exterminio y de violencia de todo lo que significa derechas. Os engañáis profundamente: cuanto mayor sea la violencia, mayor será la reacción…Ya llegará un día en que la misma violencia que habéis desatado se volverá contra vosotros”. Era el aliento encabronado de la II República (“una democracia, poco democrática”, según el historiador Javier Tusell).
Pero, a quién le importan en la era del “fake news”, los antecedentes, los hechos, los imprescindibles matices de la historia cuando todo un Gobierno de España ha colocado el fantasma del antifranquismo como la prioridad de su agenda política, mientras las televisiones de la mañana a la noche son patrulladas por brigadas de tertulianos armados de superioridad moral y consignas, que siempre acaban descubriendo franquistas o fascistas en todas las voces tibias o discrepantes, y nunca la biga en ojo propio.
Tampoco parece importar demasiado que el Gobierno que, con tanta ira y celeridad quiere desenterrar al golpista Franco, sea tan manso y comprensivo con los golpistas catalanes del último año y los herederos de los crímenes de ETA, que apoyaron su moción de censura. Si la reconciliación de la Transición ha dejado de ser un pacto válido, entonces quizás haya llegado el momento de exigirle también a la izquierda española que mire hacia su propio pasado (ni tan decente ni tan democrático) y pida también perdón por haber contribuido con el fanatismo totalitario de sus abuelos a propiciar el golpe de los militares. Esto no lo justificaría, pero ayudaría a comprender, que en esos años había pocos demócratas al modo de Julián Besteiro o Antonio Machado.
¿Cuántos líderes embalsamados habría ahora en España al modo y manera de Lenin o Mao si la victoria hubiese caído del otro bando? Y una pregunta inquietante para sectarios de plantilla: Si hubiera ganado el Frente Popular e impuesto un régimen hermanado con la URSS de Stalin con dictadura del proletariado incluida, ¿creen que hubiera sido más benevolente con los juicios sumarísimos y las libertades democráticas que lo fue el régimen franquista?
Ante esa inquietante vuelta al pasado, ¿no sería más pragmático, más útil, más progresista, más justo con el futuro de los españoles olvidarse de Franco, de Largo Caballero, de Millán-Astray, de la Pasionaria, de Blas Piñar, de Durruti, de los criminales de uno y otro lado, y dedicar nuestro talento a planificar el futuro de los próximos 30 ó 40 años, en lugar de embelesarnos con las leyendas interesadas sobre nuestros abuelos?
Antes que ser de izquierdas o de derechas, un ciudadano ha de ser honesto, persona, respetuoso con los demás, dispuesto a guiarse por la verdad desinteresada y la justicia universal, y respetar el Estado de Derecho. Las personas que nos comprometimos intelectualmente con la igualdad, la libertad, y el rechazo del privilegio, impulsados históricamente por la tradición ilustrada de izquierdas, pero no de su práctica totalitaria, no queremos que esta izquierda populista e identitaria de hoy nos ciegue y nos insulte con una visión del pasado dónde a los asesinos propios les levanten monumentos y a los ajenos se los denigre. Eso no es la izquierda defensora de la libertad, la igualdad, la democracia y la ciencia, sino la secta que nos quiere cegar. Contra ella, como contra la insensibilidad social de la derecha, hay que luchar en un Estado de Derecho del S. XXI.
El general Franco tardó 3 años en ganar la guerra y ha pasado 40 perdiéndola. Y a partir de la transición los herederos de los vencidos se han pasado construyendo una leyenda simplificada de buenos y malos, de fascistas y demócratas. Si repasan la filmografía, las novelas y ensayos de estos últimos 40 años sobre esa tragedia, verán que la desproporción entre los partidarios de ese maniqueísmo a favor de una de las partes es abrumadora. Tanto es así, que, hasta el inicio de esta fiebre exhumadora del dictador, todo el mundo había aceptado que Franco era la encarnación del mal. No la matizaban ni los supuestos herederos de la derecha. Tal había sido la simplificación. Sin embargo, la torpeza de esta izquierda populista amiga del nacionalismo, ha logrado desenterrar a Paco, al general más joven y eficaz de su tiempo, al golpista, al hombre de carne y hueso, que, como todos los mortales, es mezcla de bondad y maldad, de aciertos y fallos, y ha levantado, para desgracia del sectarismo, la posibilidad de poner sobre el tapete todas las versiones históricas, y no solo las maniqueas. Al menos una buena noticia para las nuevas generaciones de españoles, pues su infame dictadura reducida a leyenda, les impidió estudiar sus errores y el contexto donde se produjeron.
Como decía al principio, de tanto querer desenterrar a Franco, han acabado por resucitarlo. Esperemos que la torpeza de tanto desatino, no posibilite a Franco ganar batallas después de muerto. Con la leyenda del Cid, tenemos bastante.
PD. Un ejemplo del afán confiscatorio de la verdad histórica, es la manipulación que se está haciendo del “Manifiesto por la historia y la libertad”, publicado por ilustres personas e intelectuales de diferentes ideologías el 14 de marzo de 2018 cuando se empezó a tramitar la Ley de memoria histórica, que el PSOE pretende aprobar para determinar la verdad oficial impuesta por el Estado.
Pues bien, interesadamente y mezclando churras con merinas, los medios que entonces decidieron no darle publicidad, ahora, en medio del esperpento de la exhumación de Franco, lo sacan mezclándolo con la polémica de la Ley de Memoria Histórica, y atribuyendo su autoría a la Fundación Francisco Franco. Una indecencia que ensucia el propósito, que estigmatiza a los firmantes y falsifica la historia. ¿Será este el tono de la ley de la memoria histórica? Félix Ovejero contestaba a esta manipulación en su Facebook con contundencia: “estamos en contra de la idea de una verdad oficial establecida desde el poder político y de la ocurrencia de penalizar a quienes discrepen de la verdad oficial (…), por eso mismo, se trata de un manifiesto antifranquista”.
¡Cuánto Puigdemont anda suelto por el mundo!
Antonio Robles
Barcelona, 4 de septiembre de 2018
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