DCLM.ES · Castilla-La Mancha · Educación y Cultura
La función no empezó bien.
La imagen que me acompañaba de Virginia Woolf (rostro alargado, nariz prominente y ojos tristes, un conjunto delicado para envolver una de las mentes más lúcidas del Siglo XX) me impedía comulgar con el tono jocoso y ese lenguaje no verbal tan excesivo con el que la actriz principal, y única, recreaba a la escritora.
Pese a la sobria ambientación, la fuerza de la música y lo acertado del vestuario, Clara Sanchís, ante un público totalmente entregado (salvo el señor de detrás que no paró de bostezar y emitir diferentes tipos de gruñidos que delataban su aburrimiento), predispuesto al aplauso incondicional, comenzaba, demasiado acelerada para mi gusto, la falsa conferencia haciendo evidente aquello que yo esperaba más sutil.
Que la diferencia de frugalidad entre la comida de escritores en la universidad masculina y la cena en la femenina fuera la clave que llevara a la escritora a poner sobre la mesa, nunca mejor dicho, cual era la causa de la inferior situación de la mujer, esto es la pobreza, me arrancó una sonrisa involuntaria. Siempre se ha dicho que la necesidad agudiza el ingenio y mujeres de todas las clases y épocas han tenido que recurrir a él, una y otra vez, para desarrollar estrategias de supervivencia que sustituyeran, o complementaran, la falta de recursos económicos y oportunidades.
Mi incapacidad inicial para concentrarme en la charla que sobre mujeres y literatura Virginia/Clara impartía en esa ficticia universidad femenina, no impedía que sus palabras me llegaran, pues lo hacían, pero de una manera que animaba a extrapolarlas a mi propia experiencia vital. Fue así como me di cuenta de que, aunque entonces no era consciente de ello, llevaba desde los trece años tratando de construirme una habitación propia.
La primera vez que le dije a mi padre “levántate tu a cogerlo”, aún a riesgo de recibir un sopapo de esos que nadie cuestionaba entonces y te hacían enmudecer de golpe, empecé a poner los cimientos de una habitación propia.
Al abandonar los cuentos de hadas y las novelas rosas (aún hoy, ser niña sigue teniendo un color especial) porque me di cuenta de que el papel de las protagonistas femeninas se reducía a ser guapas, dejarse besar apasionadamente por el príncipe de turno, casarse y comer perdices, seguí con los cimientos de mi habitación propia.
Con cada libro devorado (bueno o malo, escrito por hombre o mujer) que me permitió ponerme bajo la piel de mil y un personajes, vivir sus vidas y desarrollar mi capacidad crítica, puse un ladrillo en la pared de esa habitación propia.
Convencida desde la temprana adolescencia, de que quería, y debía, ser independiente económicamente, al empezar a trabajar seguí construyendo mi habitación propia.
Mi madre (una mujer sin estudios pero sorprendentemente moderna para su época) pese a que tuvo seis hijos, o precisamente por ello, siempre nos dijo que no tuviéramos descendencia. Cuando decidí seguir su consejo, totalmente convencida y sin ningún instinto maternal que me persiguiera ni reloj biológico que me presionara con su tictac exigente, y renuncie a la maternidad por considerarla una cárcel impuesta que me confinaría al odiado espacio doméstico, levante de golpe otra pared de esa habitación propia.
Cuando, tras mucho tiempo y esfuerzo, logre terminar una carrera universitaria (la mayor frustración de mi vida ha sido no haber podido estudiar en su momento) las paredes de mi habitación propia, ya terminada, dejaron de estar desnudas. Por fin tenía los medios para alcanzar el ansiado premio: la libertad de pensamiento que defendía Virginia.
A medida que la representación avanzaba, mi distancia con respecto a ella se reducía.
La obra me hizo darme cuenta de que nunca he sido, ni lo pretendo, una feminista de formación y manual, sino autodidacta. Siempre he sido, soy y seré una feminista de tripas y eso me enorgullece (“No hay necesidad de apresurarse. No hay necesidad de brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo”).
Al final de la obra Clara Sanchís y yo nos dimos la mano, simbólicamente claro está, y la emoción nos embargó a ambas.
Virginia estaría contenta.
Teresa Suarez
Por P. Moratilla
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