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Retrato de Carlos Saura en 2019. Mario A. P. / Flickr, CC BY-SA
En más de una ocasión declaró que si dejase de trabajar, moriría. Y, efectivamente, la muerte le alcanzó trabajando.
El viernes 10 de febrero de 2023 fallecía Carlos Saura, una de las figuras clave del cine español. Acababa de estrenar un filme documental (Las paredes hablan), de firmar la dirección escénica de una pieza teatral sobre Lorca (Lorca por Saura) y estaba intentando poner en pie un añorado proyecto cinematográfico sobre Picasso.
A poco que se conozca la trayectoria de este guionista, novelista, realizador, fotógrafo y pintor nacido en Huesca en 1932, no resulta extraño el imparable torrente creativo del que hizo gala.
Saura es, con facilidad, el autor de al menos media docena de hitos del cine español de la segunda mitad del siglo XX. La caza (1966), Peppermint frappé (1967), La prima Angélica (1973), Cría cuervos (1975) o Carmen (1983) figuran en listas cinéfilas, volúmenes de historiografía o manuales docentes, así como en la memoria de muchos espectadores.
Al mismo tiempo, su ingente obra como fotógrafo y pintor, aún por evaluarse en su totalidad, le acreditan como uno de los creadores de imágenes más brillantes y prolíficos nacidos en España.
Con todo, Saura será recordado, en destacado primer lugar, por su posición de “vaca sagrada” del cine español.
La mayoría de especialistas coinciden en dividir su filmografía en dos periodos. En el primero, sus películas se asociaron a la oposición antifranquista y al éxito, de la mano del productor Elías Querejeta, en los circuitos devotos del cine de autor (o de arte y ensayo).
Su segunda etapa, que comienza después de la Transición y le ve abandonar la “factoría Querejeta”, es un tiempo que le permite extender sus intereses como cineasta, probando con nuevos géneros, apuestas narrativas y paradigmas estéticos. Por lo general, este periodo, que cuenta con cimas como Deprisa, deprisa (1980), Bodas de sangre (1981), La noche oscura (1989), Flamenco (1995) o Iberia (2005), no goza del buen nombre de su cine primero.
Ello puede deberse, y así lo han señalado estudiosos como Manuel Palacio o Agustín Sánchez Vidal, al pedigrí que su filmografía adquirió en los años sesenta como exponente del discurso antifranquista. Cuando dicho pedigrí se fue desvaneciendo con el asentamiento del nuevo orden democrático, la crítica española fue paulatinamente dando la espalda a un director que, paradójicamente, conoció durante los ochenta su periodo de mayor brillo internacional.
Después del fallecimiento de Buñuel y antes de la irrupción de Almodóvar con Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), fue Carlos Saura el embajador cinematográfico de lo español en arenas internacionales.
Durante un tiempo, España, cinematográficamente hablando, equivalía al imaginario que Saura prodigó en su cine alegórico y misterioso del tardofranquismo, a las estampas naturalistas de Deprisa, deprisa o a los despojados y autoconscientes filmes musicales con Antonio Gades. Fueron obras que le reportaron un singular éxito internacional cuando en España la crítica y el público, con la explosiva excepción de ¡Ay, Carmela! (1990), daban la espalda a su cine.
Aún hoy, Saura es el cineasta español más premiado en festivales de clase A (Cannes, Berlín y Venecia) y con más reconocimientos por parte de instituciones extranjeras.
Esto condujo, probablemente, a que fuera el cineasta escogido para rodar prestigiosos encargos como Sevillanas (1992), para la Exposición Universal de Sevilla, o Marathon (1992), la película oficial de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Su fama como traductor oficial de lo español le permitió incluso rodar un exótico spot para la marca francesa de refrescos Orangina.
Con toda seguridad, esta misma fama le llevó a profundizar en la veta de musicales “con acento” que realizó hasta el final de su carrera, y en los que sumó exploraciones en el flamenco, la jota, la sevillana, el corrido mexicano, el tango y el folclore septentrional argentinos y el fado portugués.
Estas películas le sirvieron para desarrollar un inusitado y cada vez más depurado diálogo interartístico, para revisitar y reformular una serie de imaginarios iberoamericanos asociados a lo popular o lo folclórico y, por último, para redefinir su propia imagen de cineasta asociado a “lo español”.
Con Saura desaparece el último vestigio de una de las generaciones más importantes en la evolución del cine hecho en España. Fue alumno y luego profesor del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC, luego conocido como Escuela Oficial de Cinematografía). También participó en las Conversaciones de Salamanca, unas jornadas organizadas en 1955 entre diferentes personalidades del mundo del cine español para hablar de qué dirección estaba tomando la cinematografía patria tras la guerra civil. Saura perteneció a una generación que luchó por cambiar la faz de una industria sometida a los dictados del régimen franquista.
Como exponente, junto a Mario Camus, Julio Diamante, Basilio Martín Patino o Miguel Picazo, del llamado Nuevo Cine Español, Saura se hizo un hueco entre los más destacados realizadores de las nuevas olas europeas. Aun pagando el precio de la censura en España, por no hablar de la cínica utilización de su cine como una forma de legitimación exterior para la dictadura, se convirtió en un referente para la cinefilia mundial.
Saura, además de todo lo dicho, también forma parte de un panteón de cineastas europeos que han trabajado con tesón y repensado su labor hasta el final de sus días. En un reciente coloquio alrededor de su obra celebrado en el Instituto Cervantes de París, se resistía a que se le llamara “clásico”, lo que para él significaba petrificarse, apoltronarse, en fin: parar.
En este sentido, Saura siempre ha conseguido, en su perpetuo renovarse, permanecer fiel a una idea de modernidad que es la que animó a otros grandes nombres como Agnès Varda, Karel Vachek, Marco Bellocchio o Costa-Gavras, y que han construido la historia del mejor cine europeo.
Gabriel Doménech González, Profesor Ayudante Específico, Departamento de Comunicación, Facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación (UC3M) , Universidad Carlos III
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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