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Rosalía, en una imagen de promoción de Motomami. Rosalía / Twitter
Si ya es difícil hablar de música en general, todavía lo es más hablar de Motomami. Lo que para algunos es “cachondeo” y “ripios antiestéticos”, para otros resulta un ejercicio de experimentalismo digno del arte moderno. Hay quien halla virtuosismo y quien encuentra artificiosidad vacía. Evolución o traición a la esencia. Honestidad o marketing. Desenfado o ridículo. Vanguardia o populismo.
Por todo ello, traemos tres ideas que (esperamos) puedan ayudar no tanto a posicionarse en uno de esos dos polos como a entender mejor las propuestas performativas de Rosalía.
Es innegable el potencial de la música contemporánea para jugar con el realismo, los límites entre lo artístico y lo publicitario o las redes sociales. También parece evidente que Rosalía tiene algo; más allá de que, debajo de todos los focos mediáticos, todavía consiga trascender las fuerzas de la “normalidad” estética (“cuando el caballo entra a Troya, tú te confías y ardió, uh, no”).
Ahora solo nos queda aprender a disfrutar del incendio: “Yo soy la niña de fuego”, “y el fuego es bonito porque todo lo rompe”.
Así lo ha admitido en alguna entrevista la propia artista. Y, desde ese momento, Motomami no es coherente, no es homogéneo. Entendemos que tampoco Rosalía (ni nadie) lo es. Tampoco es “bonito” al completo, ni comprensible. Ni siquiera es solo música. Resulta necesario pensar a esta nueva Rrrosalía celebrity desde un espacio que fragmenta al sujeto. Su identidad es móvil, su yo está en construcción. Y cada tema del disco nos aporta algunas piezas de un puzle que no se acaba nunca. De hecho, toda la realidad circundante a la artista se vuelve un motivo estético: desde las uñas, como era evidente, hasta las stories, las declaraciones o las amistades públicas.
Motomami tampoco es una segunda parte, no es una continuación de El mal querer. Y así nos lo hace saber: “Una motomami destruye con gusto sus obras anteriores para dar paso a las obras siguientes” (el bicho que se devora a sí mismo, diría Ignatius Farray). Lo mismo que no sería lógico pedir unidad, no exigimos continuidad.
Es cierto que la ruptura que propone Rosalía nos obliga a tener presente sus anteriores trabajos. Pero eso no quiere decir que les deba nada. Así se abre el álbum: “Yo soy muy mía, yo me transformo”.
Por eso el símbolo de la mariposa es omnipresente, aunque no hay que pensar esta metamorfosis en términos simples: antes era A, ahora es B. Una motomami es diversa, compleja, contradictoria; una motomami tiene gustos irreconciliables. Tan pronto te canta por bulerías (“Bulerías”) o una balada (“Sakura”) como te baila una bachata (“La fama”) o un tema de esos que podrían catalogarse como urbanos (“Diablo”).
En una única canción acompaña una referencia a Winsin y Daddy Yankee con motivos jazzísticos (“Saoko”), justo en el momento en que este último se retira. O te agota una pista con una microenciclopedia autobiográfica (“a de alfa, altura, alien […] z de zarzamora, zapateao… o de zorra también”). No es cuestión de contenido o de estilo (“fuck el estilo”): todo vale, todo suma en la medida en que alimente la imagen –imposible– de Rosalía.
Con este renacimiento, Rosalía vuelve a dejar claro que su poética es todoterreno (“no basé mi carrera en tener hits / porque tengo la base”) y obliga a su público a revolverse en el asiento. Un buen ejemplo lo tenemos en el tratamiento de la religión y el sexo.
En realidad, se ha vuelto habitual en la música el uso de la fe como lugar de enunciación, tanto a nivel lyrico como a nivel performativo (símbolos, gestos, iconografía…). Ahora bien, Rosalía subvierte el orden divino sin necesidad de proclamarse “atea” (“Tú eres el que pimpeas / o te pimpean a ti. / Yo elegí mi lado desde el día en que nací”).
Después del viaje espiritual por la tradición sanjuaniana en Los Ángeles y la liturgia feminista de El mal querer, esto es, una vez profanada la religión y vaciada de todo contenido (“esto no es el mal querer, / es el mal desear”), Motomami viene a resignificar el cuerpo y a hacer partícipes a los espectadores de una energeia que interrumpe toda codificación: “Aquí el mejor artista es Dios”.
En “Hentai”, like a fucker, proclama el empoderamiento de la espiritualidad y el erotismo como fuentes del acto creativo, del placer. Acude al paroxismo (“yo la batí / hasta que se montó”) y a la desmitificación de todo canon (teológico o estético, con ese verso tan pasado de sílabas y terminado en “putas”: en el tema de más virtuosismo, el ripio enfatiza la humanidad de la diva y del orgasmo). Ubica así el orden sociosimbólico del sexo y la religión en lo intrascendente y cotidiano (“so so good”), y adopta una actitud en escena que define por completo al ser humano: su final feliz (“mmmh, hentai”).
Traduce así la pulsión sexual inmediata, pero no exige mayor peso que su evidencia. Abrasándonos en el exceso retórico y subliminal, únicos “gestos” narrativos de la imagen proyectada, como demuestran “Bizcochito” o “La combi Versace”, Rosalía pone el capitalismo, las emociones, el deseo y el consumo al servicio de los afectos para incluirnos en su transformación e invitarnos al disfrute puro.
En la música actual existe la tendencia de mostrar las leyes del márquetin para hacer de ellas arte. Rosalía va más allá: no solo las muestra, las modela.
Es por eso por lo que Motomami funciona como archivo viral al mismo tiempo que bebe de las estéticas virales. “Chicken Teriyaki” captura lo cute/kawaii en un baile de TikTok. “Diablo” juega con los agudos propios de los filtros de voces de Instagram. El primer concierto tras la publicación del álbum se retransmitió online y, como se avisaba en un mensaje al comienzo, la “pieza [fue] creada para ser visionada desde un dispositivo móvil”.
De alguna manera, Rosalía consigue representar por primera vez la realidad de una generación todavía sin apenas referentes en el mercado internacional, tomando platós tan significativos en el mundo del entretenimiento como el de Saturday Night Live.
Quizá esto explique por qué tiene tanto fans como haters. Mientras que, digamos, Tangana recibe constantes loas por “atreverse” con todos los géneros, Rosi (“sin tarjeta”) aparece siempre al borde del precipicio: enamora a algunos, pero también se topa una y otra vez con un amplio rechazo. Sus canciones son casi demasiado modernas, remiten a una realidad que aún no sabemos si acabará pareciéndonos kitsch. Quizá porque están fundando un gusto inédito.
La que sabe, sabe
que si estoy en esto es para romper,
y si me rompo con esto,
pues me romperé.
Guillermo Sánchez Ungidos, Investigador predoctoral en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Universidad de Oviedo y Laro del Río Castañeda, Investigador predoctoral en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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