Don Ernesto y la sotana

Me dijo don Ernesto que a la hora del recreo quería hablar conmigo y que acudiera a su habitación en el internado del colegio. Aún recuerdo aquel olor amargo y denso que no se me ha ido del olfato, aunque ya han pasado más de quince años. Me ofreció unos frutos secos y unos orejones amarillos. Me metí uno en la boca, estaba duro y agrio, seguro que llevaban con él tanto tiempo como su rancia sotana. Me dijo que me estaba portando muy bien y que quería premiarme con un vasito de vino dulce de las misas. Ese sí estaba rico, me tomé dos vasitos que tampoco estaban muy limpios. Luego se acercó a mí y me pasó la mano por el pelo, tienes pelo de paja, dijo porque soy rubio y tienes mil pecas, dijo también, vamos a contarlas y empezó a sobar mi cara con sus dedos y luego con toda la mano. Yo le dije, esto no está bien don Ernesto, no sé qué va a pensar Dios de esto. Dejad que los niños se acerquen a mí, respondió mientras se levantaba su pesada y sucia sotana. Vi, horrorizado, que debajo no tenía nada y me dijo, mira y toca todo lo que quieras, estás autorizado y luego tendrás más premios en las notas de este mes: tus padres se pondrán muy contentos, pero no le cuentes nada de esto a nadie porque podrían expulsarte del colegio o cosas peores…

Salí corriendo, di un portazo, llegué a la calle gritando, ¡ahhhh, socorro, socorro! 

Mis padres no me creyeron, es imposible lo que nos estás contando, si no quieres ir al colegio te pondremos a trabajar en la pescadería quitando las raspas a las sardinas porque sabían que odio el olor a pescado. Dejé de ir al colegio, salía por la mañana y me iba al río, luego empecé a hacerme cortes en los brazos para que no me obligaran y mis padres empezaron a sospechar que podía ser verdad lo que les había dicho. 

Me cambiaron al instituto, perdí un año, pero luego me di cuenta de que había ganado mucho más. Otra vez estaba llorando.

Anónimo