Cena en el Cosmopolitan

Todo empezó con el móvil. Me vibraba en el bolsillo pero no estaba en el bolsillo. Lo comenté con los amigos, ahora el móvil me vibra en el bolsillo pero está encima de la mesa. Bueno, me dijeron, no creo que sea para ir al médico y menos en estas circunstancias. Otro me dijo que le pasaba lo mismo pero lo más curioso es que empecé a escuchar otros sonidos que me avisaban de acciones no realizadas, me explico. Ya saben esos pitidos que emite la lavadora cuando termina el programa de lavado y centrifugado. Pues los escuchaba sin que yo ni mi esposa la hubiéramos puesto. Esto ya es de locos como dice Eva. Eva es mi esposa y asegura que ella no escucha tampoco ese característico “clic” del microondas cuando finaliza de calentar la leche, ni los pitidos de la placa de inducción cuando nos dejamos un utensilio de cocina encima… Decidí no hacer caso a los correos de Amazon que me avisaban de que mi pedido –que no había pedido- estaba entregado pero fui al banco a protestar porque me estaban cobrando por compras con tarjeta no realizadas. Miraron mi cuenta y me informaron de que acababa de recibir dos millones de euros de la herencia de una tía que no había fallecido y otro millón por una primitiva que aún no había jugado.

Mi vida había entrado así en una vorágine de efectos tempranos que no se dónde podría conducirme. Esta vez sí fui al médico. Me dijo que padecía los síntomas de una enfermedad inexistente, que se trataba de un atípico caso de sintomático psicológico y que si yo fuera mujer lo más probable es que ahora mismo estuviera de siete meses. Me recetó un poco de calma, que no me adelantara a los acontecimientos, que no apuntara cita alguna en mi agenda y que, como decían los hippies, renunciara al futuro y viviera el presente por unanimidad. También me mandó paracetamol.

Como la cosa no mejoraba porque veía de noche el sol, mi amigo Pancho me dijo que a su juicio se trataba de un desajuste espacio-temporal como sucede en esas películas en que el movimiento de los labios de los actores no concuerda con sus palabras. Acudí a un sincronizador que casualmente vivía en mi edificio, en el cuarto B. Se llamaba Porfirio. Me sentó en una silla, me puso un dedo en la nuca y otro en la frente, dijo: “Uy, uy esto anda muy dislocado, cada cosa por su sitio, no te preocupes que esto lo arreglamos en un ratillo”. Me pareció que rotaba mi sien derecha mientras presionaba la punta de la nariz. Luego volvió a realizar comprobaciones en la nuca y la frente, dijo “esto ya va mucho mejor” y luego: “perfecto”, Ignacio, ya estás ajustado.

Joder, por fin dije mientras iba al banco. Miré las cuentas y allí estaba el dinero de la herencia y de la primitiva. Mi móvil vibró en el bolsillo. Era Eva para preguntarme qué tal. Bien, le dije, ya estoy ajustado, esta noche cenaremos en el Cosmopolitan.

Kimi