DCLM.ES · Castilla-La Mancha · Política
En momentos de profunda crisis, como son estos en que vivimos, numerosos partidos y movimientos se replantean la idea de Europa y apelan a lo que consideran es la única interpretación posible de la identidad europea.
Por ello, a raíz del resurgimiento de partidos políticos y movimientos varios de tinte xenófobo, conviene preguntarse qué entendemos realmente cuando nos referimos a Europa y sobre qué raíces empezamos a construir el proyecto comunitario hace ya más de sesenta años.
Porque, ¿qué significa ser europeo? ¿Podemos afirmar que exista realmente una cultura europea única, entendida como un conjunto de elementos sociales, culturales, lingüísticos, políticos e históricos que, a pesar de su heterogenia, constituyan un ente definido y distinguible por todos?
Es evidente que la diversidad es una realidad en la Europa contemporánea, que fundamenta su modelo en la unión política de varios países como punto de partida para la construcción de un yo común. Ahora bien ¿en qué se basa este modelo?
La Unión Europea nació con el objetivo de construir un espacio político-social compartido, y con la voluntad de regirse por unas instituciones supranacionales y una normativa vinculante para todos los estados miembros.
Esta idea romántica, perfectamente imbricada en la teoría, nunca ha llegado a cuajar en la práctica, puesto que la UE sigue siendo una organización dominada por los intereses de sus miembros y no por las instituciones comunitarias.
Alemanes, griegos o eslovacos, por poner un ejemplo, poco tienen que ver entre sí, y a menudo no solo no coinciden, sino que tampoco interactúan. El ciudadano checo puede llegar a sentirse tan poco identificado con el portugués como el español con el alemán. Y, sin embargo, ahí radica la prodigiosidad del invento comunitario: en su diversidad (y también, por qué no decirlo, en su pequeño caos).
Si partimos del concepto académico de “identidad”, la RAE establece que habrá de entenderse como el:”Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás”. Desde este punto de vista, la identidad europea no existe como un ente individualizado ya que el europeo es un sujeto multicultural e intrínsecamente plural. El conjunto de características, derechos y obligaciones que conlleva la ciudadanía europea así parecen concebirlo.
Y es que tratar de buscar una definición más precisa supondría de por si la exclusión de parte de la población que habita en Europa; recordemos sin ir más lejos el indignante proyecto de Sarkozy para definir formal e institucionalmente la identidad francesa otorgando al ejecutivo la omnipotencia de decidir quién era francés por derecho y quién por caridad.
Por contra, sí podría concretarse un concepto de "ciudadanía europea" entendido como el conjunto de derechos y obligaciones que conlleva la pertenencia a la UE, como la identificación con una civilización que es el fruto de la diversidad y la mezcla a lo largo de la historia, y como un proyecto de bienestar y progreso común.
Partamos ahora de la construcción histórica del concepto; identidad como espacio común geográfico, cultural y político. Pues bien, desde el punto de vista territorial, no cabe duda alguna de que Europa forma un todo común, una sola extensión geográfica. Este es el elemento definitorio que menor complejidad ofrece evidentemente.
Por el contrario, el elemento cultural resulta más complicado, por cuanto que alberga trampas y lugares comunes que tan solo existen en el imaginario colectivo.
Y es que la cultura está formada por multitud de variantes, desde la lengua, hasta la historia o el clima, elementos todos ellos definitorios a la hora de perfilar las costumbres y caracteres de los distintos pueblos. En este sentido, no compartimos más que pinceladas comunes, modos de vida que se asemejan levemente tras siglos de interacción vividos entre unos pueblos y otros.
Y por último, el aspecto estratégico ofrece también numerosas complejidades, ya que cada país parece tener sus propios intereses y éstos no suelen cruzarse, salvo en contadas ocasiones. Y es ahí donde se presenta el mayor problema para la UE, puesto que los pueblos europeos parecen no querer asumir su papel en temas de índole internacional.
Francia o Alemania a menudo llevan la voz cantante, imponiendo decisiones estratégicas, actuaciones militares o grandes tratados comerciales; Inglaterra pretende actuar siempre por libre y participar sólo en aquello que le beneficia. Los países nórdicos suelen aislarse de cualquier actuación comunitaria; y el resto sobrevivimos en el caos y el desorden, tratando a veces de actuar conforme a intereses individuales, y otros, en pro del bienestar común.
E, inexplicablemente, en medio de todo ello, hace años se buscó y se encontró la ilusión y la necesidad del proyecto europeo común, que nacía del sentimiento de pertenencia a una misma colectividad.
En National Identity and the Idea of European Unity, Smith sostiene que la identidad se construye, por encima de todo, bajo la creencia compartida de un destino común; este era precisamente el objetivo vital con el que se construyó y se ha ido alimentando la UE y es por ello la definición perfecta, en mi opinión, de qué significa ser europeo, de la voluntad de construir un futuro en común, independientemente de las diferencias culturales, lingüísticas o políticas.
En su virtud, las distintas identidades nacionales conformarían una identidad propia, y la creación de unas reglas que garantizarían principios y derechos que, a su vez, sirvieran de base para la consecución de metas colectivas.
Y es que el potencial del proyecto no sólo es inmenso sino que también es ilusionante. La Europa de la cultura, de los valores y libertades universales, de la historia y la belleza patrimonial y artística, del progreso y del bienestar es el denominador común sobre el que radica la UE. Y su diversidad es el eje sbre el que pivota. Ya lo apuntó Tocqueville al señalar que la riqueza europea se fundamentaba, precisamente, en su diversidad.
La interdependencia entre las naciones europeas no hará más que fortalecer esta construcción social e histórica que son los estados y el sentimiento común de pertenencia a nuestro más preciado patrimonio: la voluntad común de futuro.
Esa es la verdadera razón y la legitimación democrática de la Unión Europea, cuya mejor definición sea, quizá, la que encontremos en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, que, en su preámbulo define, mejor que de ninguna otra manera, qué significa ser europeo:
"Los pueblos de Europa, al crear entre sí una unión cada vez más estrecha, han decidido compartir un porvenir pacífico basado en valores comunes. Consciente de su patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho. Al instituir la ciudadanía de la Unión y crear un espacio de libertad, seguridad y justicia, sitúa a la persona en el centro de su actuación. La Unión contribuye a la preservación y al fomento de estos valores comunes dentro del respeto de la diversidad de culturas y tradiciones de los pueblos de Europa, así como de la identidad nacional de los Estados miembros".
Esperemos que un día no muy lejano esta maravillosa definición evolucione del papel a una plena realidad.
Diana Asín
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