Francia o el principio del fín

Corría el año 1.789 cuando la Asamble Nacional francesa aprobaba la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano. La misma  establecía dos hitos importantes que, dejando aparte su posterior evolución natural, constituyen la base de todo sistema democrático: los Derechos Humanos, concebidos como un concepto universal y común para todos los países y épocas; y la idea gala de ciudadano, objeto de derechos y obligaciones, sujeto al ideal de individuo cultivado,  defensor de toda una simboligía de valores e ideas comunes.

Ningún otro acontecimiento en la historia simboliza mejor el concepto romántico de revolución, de progreso y conquista: libertad, igualdad, fraternidad. Tres valores sobre los que la nación francesa se asentó como nación de naciones.

Más de dos siglos después, Francia es un país que, con sus problemas y errores, ha tratado de mantener siempre el equilibrio social y político. El sistema de integración ha resultado un fracaso, es cierto,  pero no olvidemos que ningún otro sistema en el mundo plasma mejor los valores de unidad e igualdad: "sumemos juntos, con nuestras dirferencias y similitudes", nos viene a decir la base de su planteamiento.

Sin embargo, como ex habitante de Paris y amante de Francia conozco bien la problemática de la banlieu, fruto de los complejos problemas de marginalidad y exclusión a los que los emigrantes se enfrentan.

El sistema ha fracasado. Se debe profundizar en sus fallos e idear un nuevo modelo que afronte la realidad cultural, religiosa y social de la población. Se debe ofrecer una solución digna y sincera a los millones de emigrantes que no se sienten ciudadanos del país a pesar de ser franceses.Es una responsabilidad de Francia y es una responsabilidad de toda Europa.

Nadie duda esto. A pesar de ello, desde hace unos días y como ya pasó tras el atentado a Charlie Hebdo, han surgido corrientes que atacan la decisión de que se adopte una respuesta contundente, fuerte y valiente, basada en medidas legalmente establecidas, en conjunción con la reforma de algunos preceptos constitucionales.

Y a raíz de ello, el conflicto interno ha estallado. Pues bien,  pocos creo que confundan el mundo musulmán con el terrorismo; y pocos relacionan a los emigrantes musulmanes con el ISIS. Afirmar que los que apoyamos el refuerzo de medidas y una respuesta por parte de Francia y de Europa ante los ataques del pasado viernes (no así una guerra como tal, sobre la que me declaro absolutamente en contra, pues ello sólo acarrearía destrucción, miseria y caos) confundimos víctimas y verdugos y culpabilizamos a la comunidad musulmana en general es no sólo una relación absurda, sino absolutamente falsa en la mayoríua de los casos.

Al igual que lo es culpabilizar al país atacado, a los ciudadanos que han muerto, a los occidentales que creemos que mantener una actitud tolerante ante la intolerancia del ISIS y de la interpretación radicalizada del islam tan sólo destruirá nuestro propio sistema. Y de lo contrario, si, somos y seremos nuestro peor enemigo.

El relativismo cultural que apuntaba Montaigne no tiene nada que ver con la defensa de las libertades y los derechos que consideramos universales. Todas las culturas valen lo mismo y todas son igual de respetables; ahora bien, los asesinatos a sangre fría de un grupo terrorista internacional no constituyen relativismo cultural y nadie, salvo los que atacan a las víctimas, parece confundir este simple término.

Pues bien, ante esto sólo cabe pedir que apoyemos a Francia unidos y  en coherencia con los valores que, en el fondo, todos parecemos defender. Apoyemos su lucha por el pluralismo y las libertades ciudadanas, y su clarividencia al comprender que sólo con seriedad y contundecia puede evitarse que los extremismos acaben dinamitando la democracia y los derechos de sus ciudadanos.

Los que hemos nacido en democracia tendemos a pensar que vivimos en un sistema natural, eterno, inmutable. Sin embargo, la democracia sólo prosperó cuando se luchó por ella y sólo sobrevivirá si se mantiene esa lucha ante cualquier ataque a su esencia, a sus valores y a sus principios.

Por ello, pido que dejemos de ser demagógicos, inocentes o revolucionarios trasnochados y que, obviando las ocurrencias extremistas de Sarkozy  o Marine LePen, comprendamos que los franceses parecen caminar unidos en la interpretación de lo ocurrido y en la respuesta a adoptar. Y así, miles de personas salen cada tarde a tomar café a las terrazas o a pasear por las calles, demostrando que su espítiru de libertad, tolerancia y lucha es inquebrantable.

Y es que, a mi juicio, es de admirar la indisolubilidad del Estado francés ante los grandes dilemas: hay derecha, hay izquierda y hay centro. Sin embargo, salvo descabelladas ideas defendidas por unos pocos, todos respetan y defienden la República, el laicismo, las libertades individuales y los derechos colectivos. 

Todos saben que el verdadero espítitu de la "liberté, égalité, fraternité" no ha muerto, sino que está más vivo que nunca, y que lucharán porque así siga. Los demás, el resto del mundo, hemos de aprender la lección, apoyar a Francia y plantearnos que esta batalla sólo se ganará si somos sinceros con nosotros mismos y defendemos aquello por lo que tanto se ha luchado, la democracia, tratando de salvaguardarla  en vez de considerar que es un sistema instrínseco al ser humano y pot tanto inamovible.

Y es que ya lo decía Vícto Hugo: "sauver Paris, cést  sauver le monde".

Diana Asín Olano