Chanel, barro y chocolate

No sé ni a qué distancia pasó de mí. Solo vi el cuello de la camisa, holgado y casi blanco, los rizos rubios de una melena corta y el olor, que me llegó como una sílaba clara. No se si era Chanel, tengo que reconocerlo. Pero quise pensar que sí; de hecho me convencí de ello. Luego siguió la fiesta.

Andar de picos pardos ya no me estimula más allá de la salsa que especular añade a la conversación. Atravesamos el lugar, un amigo y yo, hablando de todo y nada, comentando las jugadas que la tropa de tersa juventud improvisaba en su noche de cacerías mutuas. Disfrutábamos del paisaje; es lo que la amistad vieja permite con facilidad.

Sin mucho alcohol en el cuerpo, escaleras arriba y abajo, en el escenario, en la pista de baile, reíamos. La noche prosperaba, y como una luz intermitente, asomaba el perfume. Un Chanel imaginado, posiblemente un verdadero Chanel, y el taconeo de su portadora a la par, quizás también imaginado.

En el último piso, un bar para VIPS ya sin fiscalizar a esas horas, las parejas hechas y los deambulantes se apalancaban con una cerveza gratis, para VIPS, en la mano. Y allí estaba la esencia de nuevo, charlando en un extremo de la barra, resguardada en una penumbra. Afrancesada, tacones de verdad, falda femenina. Maquillaje, suficiente pero no estridente, allí estaba.

Las muecas son a la sonrisa lo que el barro al chocolate. No sé de qué hablaba, pero la mirada se perdía en el tema imaginario de una conversación insulsa. El tono de voz era tan inoperable como las arrugas de una bisabuela. El gesto de las manos, el de un palo. No había atmósfera en ese planeta.

¿Y el perfume? No sé si era Chanel, ya lo he dicho. Como el brillo de un cometa, regalo postizo del sol, debió ondear en mi nariz, alumbrado por la nostalgia anaranjada de mis recuerdos.

Cuéllar